José Ramón Medina, a la muerte de Miguel Otero Silva, escribió en una hermosa nota de prensa “no me ha sido necesaria su desaparición para elevar el tono de la voz o subrayar la palabra o el ademán en énfasis patético”. Lo que tenía que decir, lo había dicho en vida. Fausto Masó ha escrito que para hacer una reflexión útil es necesario hablar de los muertos como si estuvieran vivos, sin el “énfasis patético” o el tono encumbrado. Y yo estoy de acuerdo con él.
Mucho se ha escrito a raíz de la muerte de Rafael Caldera. Algunas de esas notas están llenas de hipérboles. Otras, en su mayoría de colaboradores en funciones de gobierno, muy sinceras y muy nobles. Después de todo, una de las virtudes más reconocidas del ex-Presidente era ser un gran reclutador de talentos. Si hay algo que tienen todas en común es que las bondades que describen se agotan a comienzos de la década de los ochenta. Su carácter pacificador, su adhesión al Pacto de Punto Fijo, su capacidad para gobernar en un período crítico para la democracia y evitar “que se perdiera la República”. Yo no tengo la fortuna de contar con esos buenos recuerdos, porque el período hacia el cual se extinguen los de los que sí los tienen coincide con los años en donde despertó mi interés por los asuntos públicos.
De todos esos recuerdos, ninguno como el del discurso en el Congreso tras el golpe del 4 de febrero de 1992. Haciendo gala de su enorme oportunismo político, el ex-Presidente aprovechó la ocasión no para condenar el golpe, sino para justificarlo: “La verdad verdadera es que no podemos nosotros afirmar en conciencia que la corrupción se ha detenido, sino que más bien se está extendiendo, que vemos con alarma que el costo de la vida se hace cada vez más difícil de satisfacer para grandes sectores de nuestra población, que los servicios públicos no funcionan y que se busca como una solución privatizarlos”. Esa extemporánea alusión a la inflación, vista con el beneficio de la historia, luce bastante desafortunada. Tras ser catapultado a la Presidencia por ese mismo discurso, el segundo gobierno de Caldera registraría la inflación más alta de cualquier período constitucional y la única superior al 100% (1996).
Desde hace algunos años se nota cierto afán en el entorno de Caldera por desvincular la llegada de Chávez al poder del sobreseimiento que le otorgara el ex-Presidente. Andrés Caldera ha insistido en que “a Chávez lo hicieron Presidente los venezolanos con sus votos”. Y no le falta razón. En mi opinión, la contribución de Caldera al ascenso de Chávez no hay que buscarla en el sobreseimiento. Se encuentra más bien en el enorme deterioro en el poder adquisitivo registrado en los primeros cuatro años de su último quinquenio, cuando la inflación promedió 68%. A su vez, esta debacle tiene su origen en la decisión de intervenir a puertas cerradas el Banco Latino, tomada durante el período de transición de Velásquez con la anuencia del gabinete de Caldera. Allí, y en el golpe de gracia que le asestó a su propio partido político en 1993, es en donde se encuentra la verdadera contribución (acaso no la única ni tampoco la más importante) del ex-Presidente al ascenso de Chávez y a la posible pérdida de la República.
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http://www.eluniversal.com/opinion/100108/caldera
Miguel Ángel Santos