En estas últimas semanas he tenido la oportunidad de participar en varias discusiones, mesas redondas y conferencias en donde la situación política de Venezuela y su posible desenlace ha sido el tema central. Allí he tenido la oportunidad de coincidir con exiliados, gente de paso, y residentes, todos venezolanos muy destacados, de diferentes tendencias profesionales, edades y posiciones políticas. La variedad es una fuente inagotable de riqueza y oportunidad cuando se trata de analizar diferentes opciones para resolver problemas que carecen de una solución técnica evidente.
Hago la referencia todos venezolanos, más arriba, ex profeso. En estos días la realidad se ha venido deslizando peligrosamente hacia un abismo oscuro que pocos hemos tenido oportunidad de sentir antes, en nuestra propia experiencia de vida. Esto ha arrojado sal sobre heridas que tenemos a flor de piel; el desespero y la impotencia de los venezolanos de adentro, la insatisfacción natural por la cotidianeidad y a los afectos perdidos de los de afuera; generando una barrera no sólo inútil, sino también inexistente. Permítanme tratar de cortar la venezolanidad de una manera diferente.
En estos días de desasosiego y desorientación, di con un discurso de Julio Cortázar, “Realidad y literatura” (Julio Cortázar, Clases de Literatura, Berkeley 1980) que me ha dado mucho qué pensar y me ha servido de cobija. Está escrito a comienzos de los ochenta, cuando el Sur de América Latina aún se encontraba atravesando la oscuridad de las dictaduras militares, y los intelectuales perseguidos de la región se refugiaban en México y Venezuela. Tras varias décadas de deterioro se nos ha olvidado que fuimos alguna vez un lugar de refugio, de esperanza, una tierra de oportunidad y vigorosa movilidad social que atrajo a numerosos inmigrantes y tuvo la nobleza de abrirle sus puertas a muchos exiliados políticos. Se nos olvida a nosotros, y se les olvida a los demás, varios gobiernos latinoamericanos que hoy andan por ahí como si la historia de sus países hubiese comenzado a mediados de los noventa, y como si ellos no tuviesen nada que deberle a nadie.
Cortázar hace referencia ahí a la indivisibilidad entre los de adentro y los de afuera “prácticamente todos los escritores latinoamericanos, vivamos o no en nuestros países, somos exiliados”. Hace énfasis la necesidad de contar con todos, a la contribución decisiva que presumía tendrían todos (como efectivamente ocurrió) en el renacimiento de sus países. Ya hacia el final, Cortázar hace una única distinción entre los de adentro y los de afuera. Es una distinción legítima, no de malos y buenos y menos aún de ubicación geográfica. Es una distinción entre ciudadanos y nacionales. “Aquellos que opten por los puros juegos intelectuales y artísticos en plena catástrofe y evadan participar en lo que a diario llama a sus puertas, son latinoamericanos, como podrían ser belgas o dinamarqueses; están entre nosotros como nación por un azar genético, no por una elección profunda”. Los demás, los que nos levantamos a diario, dentro o fuera del país, y elegimos conscientemente no mantenernos al margen, esos, somos todos venezolanos.
Tras esta serie de eventos me ha venido cierta urgencia por ordenar mis pensamientos, organizar en una suerte de estantería mental las ideas, conclusiones, posibilidades e incertidumbres derivadas de esta rápida sucesión de interacciones.
I
La revolución hace rato que fundió sus dos motores: El carisma y el dinero. El país hace rato que se ha dado cuenta y no haya cómo ponerle fin a este desvarío, cuya duración sólo demuestra qué tan inapropiada medida es el tiempo para describir la experiencia humana y los fenómenos sociales. El régimen sigue ahí, atragantado, un enorme elefante que aún mantiene control de todos los poderes y el exiguo flujo de divisas; incapaz de empujar al país un centímetro fuera del barrial de crimen, corrupción, escasez, inflación y empobrecimiento al que lo trajo. Como suele suceder desde hace ya algún tiempo, el país no encuentra cómo resolver su crisis, pasar la página, y salir adelante.
La exigua posibilidad de ofrecerles una salida posible y alcanzar una solución negociada se ha ido extinguiendo, en la medida en que los escándalos de corrupción y las acusaciones de narcotráfico que involucran a algunas de sus figuras más prominentes se han ido multiplicando como hongos. Para muchos de ellos ya no se trata sólo de su supervivencia política, sino también de su libertad, acaso también de su propia vida. En términos prácticos, les ha sido dictada una prohibición de salida del país por parte del entorno internacional, lo que los obliga a dejarse el pellejo aquí, superando límites éticos y humanos no vistos hasta ahora. Esto de lanzar a Alejandro Ledo por el balcón de la Alcaldía Mario Briceño Iragorry, la vergonzosa difusión de las grabaciones de conversaciones íntimas de los presos políticos, o las torturas a presos políticos que los informes de Amnistía Internacional y Human Rights Watch han venido relatando, es apenas el comienzo.
Esos límites no sólo involucran a los mecanismos represivos. También la escasez, la inflación, las colas para conseguir alimentos básicos revientan sus propios récords, y los de toda nuestra historia, todos los días. Ya se ha convertido en hecho público y notorio que el Banco Central dejó de publicar estadísticas, no hay inflación, ni índice de escasez, ni balanza de pagos. Tampoco hay estadísticas de crecimiento ni consumo. Se ha propagado a este terreno esa forma del “si, no vamos a publicar nada, ¿y?” que ya es marca de la revolución en todas las esferas de la administración. “Sí, el CNE va a decir la fecha de las elecciones cuando le de la gana, ¿y?”. Y así sucesivamente.
Lo único que sabemos todos es que la vida es cada vez más frágil y precaria, que no sólo los sueldos cada vez alcanzan para menos, sino que cada vez existen menos asalariados. Los que nos inclinamos por formas más estilizadas de representar esta precariedad sabemos también que nuestras reservas vienen cayendo a razón de 50 millones de dólares diarios. Sabemos que están en sus niveles más bajos de los últimos 13 años (cuando dependíamos del dólar mucho menos que ahora, la comparación no es del todo justa). Sabemos que nuestros activos ya están reducidos al chasis de las barras de oro. Ya pronto empezarán a devorarse los lingotes de aquí también, si es que esto no ha empezado a ocurrir ya. También sabemos que la liquidez viene creciendo a ritmo de 67%-70% anual, y que para financiar ese 21% de déficit fiscal habrá que superar la barrera del 100%. Esto, junto con la enorme contracción de oferta de bienes que resulta de los recortes en las asignaciones de divisas (71% menos en lo que va de año), catapultará la inflación, esa también, hacia un nuevo récord.
II
Llegados aquí, existe un denominador común en el espectro que ocupa nuestras ansias por estos días: ¿Qué va a pasar? En términos generales existen tres grandes opciones.
La desventaja creciente en términos de preferencias electorales del gobierno ha ido elevando las probabilidades de que se retrase, o de alguna forma hoy inconcebible (y mañana evidente) se suspenda en el aire la consulta electoral. Sí, pan para hoy y hambre para mañana, pero para un gobierno que planifica y piensa en términos de semanas, de meses, unos pocos más podrían ser cruciales. ¿Tiene un costo político alto? Sí, pero no tan alto como lo tendría acceder a una elección con observación internacional donde saldrían derrotados en una proporción de tres a uno. ¿Por qué no han anunciado la fecha de las elecciones? Puede haber varias razones. Puede ser que facciones internas no hayan conseguido ponerse de acuerdo, o que lo estén estirando en espera de un milagro; una recuperación en los precios del petróleo (ya el modelo había empezado a pasar aceite con el petróleo a cien), o la concepción de un nuevo Dakazo. Tendría que ser mucho más colosal que el anterior: la magnitud de la crisis es ahora mucho más grande, el impacto requerido es exponencialmente mayor. En cualquier caso, parecen haberse dado cuenta de que la fecha de las elecciones es una suerte de opción, y las opciones (como los líderes) suelen valer más vivas que muertas.
La segunda opción, la que defienden más radicales en las redes sociales, es que el gobierno organice y anuncie la fecha de las elecciones, y planifique robarse una proporción de votos nunca vista desde aquél robo de Pérez Jiménez a Jóvito Villalba. Con la tecnología que han desarrollado hasta ahora no alcanza. Esa apenas les da para cuatro o cinco puntos porcentuales, a todas luces insuficientes para cubrir la brecha o inclusive maquillar el resultado. La enorme magnitud de la diferencia y la incertidumbre que en cualquier caso les generaría experimentar con esa nueva tecnología en medio de una circunstancia crucial, creo que hacen relativamente menos probable este escenario.
Por último, está la opción más valiente, esa que Chávez se atrevió a jugarse a ratos en situaciones de alto riesgo. Es decir, proceder con las elecciones aprovechando el margen de la tecnología electoral actual, explotar las ventajas en términos de financiamiento y medios de comunicación, llegar a límites nunca vistos en términos de amenazar empleados públicos y beneficiarios de programas sociales, y obstaculizar vergonzosamente la participación opositora. Aún en esta circunstancia, inclinarse por esta opción requiere algo de coraje, un activo que no parece abundar en la administración de Maduro. En cualquier caso, su meta más ambiciosa sería mantener a la oposición lejos de la mayoría calificada.
III
En la oposición debemos prever respuestas para cada uno de los tres escenarios anteriores. Los primeros dos nos mantendrían fuera de nuestra zona de confort y nos obligarían a seguir peleando en un terreno en el que tenemos pocas ventajas competitivas y en el hasta ahora hemos cosechado pocos éxitos. Nuestro set de capacidades y habilidades está mejor dotado para responder al tercero. A fin de cuentas, las respuestas óptimas a los dos primeros escenarios son intensivas en dinero, malandros, armas, y acaso también en términos de vidas.
La Asamblea Nacional, en cualquier caso, representaría una enorme victoria política, pero no abre la posibilidad de introducir cambios significativos en las decisiones y arreglos institucionales que nos han arrastrado hasta aquí. El sistema presidencialista de Venezuela, aún más a raíz del chavismo, ha creado un cisma entre el legislativo y el ejecutivo. Las cosas que nos tienen asfixiados, la política económica entre ellas, no se resuelven desde el hemiciclo del Congreso (salvo aprobaciones en leyes que involucren nuevos impuestos, de impacto muy modesto dada la magnitud de los desequilibrios actuales). Visto así, la oposición en la Asamblea corre el riesgo de pasar a formar parte de la comparsa del gobierno, sin ninguna posibilidad real de introducir un cambio.
En términos prácticos, una victoria opositora sería simbólica. Y como tal hay que aprovecharla. En este sentido, hay al menos dos cursos de acción que resultan relativamente evidentes. En primer lugar, articular una estrategia que se apalanque de inmediato en la victoria opositora, buscando propinarle al régimen (a la vieja usanza de Chávez) una serie de derrotas consecutivas. La segunda radica en la posibilidad de que una derrota en la Asamblea, centrada en la figura de Diosdado Cabello, consiga abrir un quiebre entre corrientes de la revolución, abriendo la posibilidad a una salida negociada que hoy no se ve en el horizonte.
Sea cual sea el caso, se hace imperante la construcción de una narrativa opositora, de una forma de contar nuestra historia diferente a la que ha escogido el chavismo, y que mucho opositor ha comprado de forma inadvertida. En cualquier de los escenarios anteriores, se requiere de una nueva versión para entender cómo llegamos aquí, quiénes somos, en qué creemos, por qué queremos ser gobierno, y cómo pensamos salir de aquí.
Tengo para mí que un elemento esencial de dicha narrativa debe ser abandonar la noción de que para ganar hay que repetir lo que nosotros creemos que la gente necesita oír; en lugar de lo que pensamos que necesita oír de acuerdo con nuestro diagnóstico y nuestra narrativa. Hemos pasado mucho tiempo siendo anti. La dificultad de operar en un entorno políticamente adverso, naturalmente ha terminado por agotar el tiempo que se le dedica a diagnosticar, proponer, crear consenso alrededor de las propuestas y empaquetarlas dentro de una narrativa más amplia y consistente.
Hay que reconocer que muchos de los males que hicieron posible al chavismo eran legítimos, y acaso son más legítimos hoy en día, pero nos vendieron los remedios equivocados. Hay que hacer énfasis en que la especialización es una precondición para el progreso, que no podemos seguir teniendo militares importando y distribuyendo comida, o decidiendo sobre nuestra economía; en la misma medida en que no tiene sentido usar economistas para tomar decisiones de guerra. Hay que reinsertar a Venezuela en la comunidad internacional, porque nuestros problemas son complejos y compartidos, y nos podemos apalancar en la cooperación global con otras naciones para salir adelante. En esa narrativa no puede esquivar la revisión de qué debe hacer el Estado por el ciudadano en el contexto de una sociedad próspera, y qué se espera que hagan los ciudadanos de ahí en adelante por el Estado y por sí mismos. Tiene que tener un componente social inclusivo esperanzador y moralizante, que transmita efectivamente la idea de que podemos salir adelante sin necesidad de que se nos quede nadie atrás.
Uno de los éxitos tempranos de la revolución, sobre el que aún se apalancan hoy en día, es el hecho de que nos han hecho perder toda esperanza en que un grupo de ciudadanos preparados, con una visión clara del progreso en el país, pueda organizarse políticamente y desencadenar un cambio positivo. El chavismo se alimenta de desmoralización y desesperanza. La narrativa es el vehículo a través del cual comunicamos nuestros valores y apelamos al sentimiento de la nación, con la intención de inspirar a tomar la acción necesaria para catalizar el cambio. Es un elemento esencial que hemos sido incapaces de articular en todos estos años.
Miguel Ángel Santos