En estos días de asueto la imagen de las colas de norcoreanos convulsionando de dolor y dándose golpes de pecho mientras esperan durante horas para despedir a su amado líder ha sido una suerte de alucinación. En una cultura muy poco propensa a exteriorizar sentimientos, el funeral de Kim Jong-Il se ha convertido en un verdadero torneo de desgarramientos. Esa era mi impresión, apenas un observador lejano cuya única fuente de información sobre Corea del Norte – al igual que la de la enorme mayoría – la constituye los titulares de la prensa. Pero he aquí que, por coincidencia, he tenido la oportunidad de leer algo que me ha ayudado a comprender mejor este fenómeno: Un encarte con un adelanto del libro de Wenguang Huang, La pequeña guardia roja: Una memoria familiar .
El autor se encuentra en la escuela primaria china a la muerte de Mao. “La profesora entró y lo anunció. Luego se sentó a llorar. Lo mismo hicieron las niñas del salón. Los varones no sabíamos qué hacer, pero, para que nadie fuese a pensar que no amábamos a Mao lo suficiente, todos tratamos de llorar. Era muy difícil porque, en realidad, ninguno de nosotros lo conocía. Empecé a pensar en mi abuela, que estaba enferma por aquellos días. Así conseguí no sólo sacarme algunas lágrimas, sino llevarme a un estado de llanto y conmoción tal que me produjo un desmayo. Cuando desperté estaba bajo los cuidados de una enfermera, mientras los profesores me rodeaban impresionados, mezcla de orgullo y envidia ante la magnitud de mi afecto. Nuestra maestra se acercó, me tomó la cara entre sus manos, y mirándome a los ojos me dijo: ¿Qué será de nosotros?”.
Por estos días no he dejado de pensar en la persistencia de esos líderes que se satisfacen en dejar al país a la deriva, no se preocupan por dejar legado alguno, preparar sucesión, o darle cierta capacidad institucional mínima para seguir funcionando tras su desaparición. Todo lo contrario. La vida del país se fusiona con la de ellos y se crea una especie de pánico ante su ausencia que tiene dos consecuencias inmediatas: La destrucción institucional y la posibilidad de aferrarse al poder por más tiempo (la vieja consigna de Saddam: Soy yo o es el caos). Ese desamparo político es por un lado real, y por otro una reacción natural ante la posibilidad de que los herederos del poder sean aún más radicales que el desaparecido. “Las demostraciones públicas de dolor eran también una necesidad política. Mientras más desconsolados y desesperados los gestos, golpes de pecho, patadas en el suelo y desplomarse ante el sarcófago, mayor respeto se ganaba o acaso mayor protección”.
Tras la muerte del amado líder, tomó las riendas del poder el sucesor designado, Hua Guofeng, quien se alió con la esposa de Mao – Jiang Qing – para tratar de prolongar el régimen. Pero muy pronto se hizo evidente que nadie estaba preparado para gobernar en los términos en que Mao lo había hecho. El ala más moderada del Partido Comunista se impuso, China se abrió al mundo exterior e inició un período de fenomenal crecimiento que ha coincidido con el cuidadoso traslado de la memoria del amado líder a la trastienda. Este no tiene por qué ser el resultado de Corea del Norte, pero bien podría serlo. Seamos optimistas.
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Miguel Ángel Santos