La majestuosa opulencia zarista y los estertores de la dinastía Romanov, el corazón de la revolución bolchevique, la heroica resistencia durante el sitio de Leningrado. Todo ha ocurrido aquí, en poco más de trescientos años. La ciudad impregnada por todas partes con las huellas de sus célebres protagonistas. Pedro y Catalina, los Grandes. Rasputín, Nicolás y Alejandra. León Trotski, Vladimir Lenin y Josef Stalin. Fedor Dostoievski, Nicolás Gogol, Vladimir Nabokov, Alexander Pushkin y Anna Amjátova. Pier Tchaikovski y Anna Pavlova.
Es difícil imaginarse cuando se atraviesan sus grandes avenidas, cuando se navega a través de sus múltiples canales o se cruzan los puentes en arco, que toda esta región era hasta hace muy poco un inmenso pantano. Los orígenes de la ciudad y sus increíbles historias son también los orígenes de su fundador. Pedro el Grande era hijo del segundo matrimonio del zar Aleksei. A la muerte de éste en 1682, la familia de su primera esposa, los Milovslavskiys, y los de la segunda, los Naryshkins, entraron en conflicto acerca de quién sería el suceso del zar. Este se resolvió nombrando a Pedro y a su enfermizo medio hermano, Iván, co-zares, con Sofía, la hermana mayor de Iván y acérrima enemiga de Pedro, como regente. Siete años más tarde los hermanos se las arreglarían para desalojar a Sofía, condenándola a la vida monástica en Novodevichy.
Luego de luchar dos veces (1695 y 1696) contra los turcos en el mar de Azov (triunfaría en la segunda), Pedro inició su famoso viaje de incógnito hacia el oeste. Visitó Suecia, Prusia, Holanda e Inglaterra, adquiriendo un vasto conocimiento naval, militar, y científico que luego serviría de base a todas sus reformas. Pensaba que Rusia se había quedado atrás, que le hacía falta un cambio profundo no sólo en su apariencia, sino también a nivel científico y cultural. Más que reformar Moscú, le atraía la idea de fundar una nueva capital, que no sólo imitara a Europa sino que la superara. Se enfocó entonces en darle acceso a Rusia al oeste, al mar Báltico, y declaró la guerra a Suecia (entonces una de las potencias de Europa) en 1700. No fue una campaña fácil, no estuvo exenta de desastres. Pero, como volvería a suceder más adelante en la historia, el sacrificio humano y la perseverancia rusa acabarían por traer el golfo de Finlandia a manos del zar. Allí colocó, en mayo de 1703, la piedra fundacional de Petropavlovsk (el fuerte de Pedro y Pablo), en la orilla del Neva; y se proclamó al territorio que la rodeaba Sankt Peter Burk.
Quizás una de las mejores formas de visitar la ciudad es atravesar en forma sucesiva esas capas de historia. Ahí está todavía el fuerte, al otro lado de la ciudad, en la isla de Pedro (Petrogradskaya). Ahí, en una pequeña iglesia, se encuentran enterrados todos los zares de Rusia. A la derecha del altar está la majestuosa capilla en donde reposan los restos del último eslabón de la dinastía Romanov: Nicolás, Alejandra, sus hijos y sus sirvientes, fusilados por la revolución bolchevique. A la derecha, en un espacio relativamente modesto, se encuentra la tumba del propio Pedro el Grande. Del otro lado del río, frente al Hermitage, se puede tomar un bote que en 45 minutos lo llevará a Pedrovorets, el palacio del zar. Además de la arboleda que conduce a la entrada y la imagen de las fuentes que el viajero reconocerá a primera vista, lo más llamativo del interior del edificio es el modesto escritorio privado de Pedro el Grande.
Hay muchos otros palacios de la época imperial que también merecen una visita: Tsarkoie Selo (el de Catalina la Grande, sede de las tropas alemanas durante la invasión de Hitler) y el Pavlovsk, también en las afueras de la ciudad. La opulencia de los zares no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo. En el corazón de San Petersburgo, frente al fuerte, se encuentran la hermosa plaza del palacio, el Palacio de Invierno y el Hermitage. Este último, además del atractivo intrínseco que posee como estructura, alberga también la colosal colección de arte de los zares. Muy cerca de ahí está la catedral del San Isaac, la iglesia de Nuestra Señora de Kazán, y de la Resurrección (o de la Sangre Derramada), construida en el lugar exacto en el que fue herido de muerte el zar Alejandro II en 1881.
También son de esta época los palacios de los Nobles, en especial el de Strogonoff (el señor del lomito), y el de Felix Yusupov, en cuyo sótano se inició la grotesca escena que terminaría con la muerte del monje Grigori Rasputín.
Hay más. Está el teatro Mariiensky, sede del famoso valet, y el Monasterio Alexander Nevski. A lo largo de la avenida principal de la ciudad, Nevski Prospect, también hay muchos otros lugares interesantes, como la Plaza de las Artes, el Gran Hotel Europa, el Museo Ruso, y la moderna arcada de tiendas Gostiny Dvor. Ahí todavía es posible conseguir un letrero colgado por las autoridades durante el sitio de San Petersburgo: “Ciudadanos, en épocas de bombardeo aéreo, es más seguro caminar del otro lado de la calle”. No importa cuanto tiempo pueda usted pasar aquí, lo cierto es que no hay forma de ver todo lo que la ciudad tiene que ofrecer en un solo viaje.
San Petersburgo es una ciudad para venir en buena compañía, o al menos consciente de que si no la trae, aquí no la encontrará. El inglés no es moneda común, y el alfabeto cirílico tampoco ayuda. Los habitantes del lugar no han asimilado del todo las oleadas de turistas que año tras año siguen llegando a la ciudad. Es eso, o es simplemente la complejidad de la personalidad rusa, amasada a lo largo de su atribulado, complejo y sangriento pasado. La otra modalidad común de visitar la ciudad, con un guía turístico y amparado bajo el paraguas de una visa colectiva para el grupo, puede resultar peor aún: No hay peor soledad que aquella que se siente en presencia de la compañía obligada. Por todas esas razones, vale la pena tomarse la molestia de acudir a la Embajada de Rusia y tramitar una visa personal. Nada como poder pasear por la ciudad a su antojo, subirse al transporte colectivo, tomar el metro (los palacios del pueblo, según Stalin), sentarse en un café a ver pasar la gente, deambular por sus plazas; nada que ayude más a tomarle el pulso a la ciudad que ese conjunto de actividades sin propósito.
Todos los momentos en la vida son únicos, pero caminar por San Petersburgo resalta esa idea, hace esa percepción más aguda. En buena parte eso ocurre al viajero por la ausencia de esas rutinas cotidianas que construyen la ilusión de la continuidad de la existencia. Pero también es verdad que estando aquí uno se siente todo el tiempo en presencia de algo muy especial.
Los mejores cafés:
Hermitage:
Palacio Yusupov:
Otros tips:
VISA Rusia:
Miguel Ángel Santos