Esta novela de Javier Marías, más concretamente la primera de la trilogía (Fiebre y lanza), fue lo primero que se me vino a la mente mientras escuchaba las declaraciones del general Baduel el martes pasado. Se trata de Jacques (o Jacobo) Deza, un personaje con la facultad de leer en los rostros de los demás sus vidas, sus intenciones, sus inclinaciones, acaso antes de que ellos puedan leerse a sí mismos. Después de algunos minutos de conversación, con base en gestos, expresiones faciales, a partir las palabras que se escogen para definir ciertas formas que podrían haber sido descritas de otro modo, Deza elabora “un retrato mínimo, un estereotipo, una suposición plausible” que le ayuda a hacerse una idea de cómo acabará todo, de cómo evolucionará el personaje, de qué le aguarda y nos aguarda, de qué cabe esperar de él en el futuro.
Uno ve a Baduel vestido de civil, chaqueta gris, sudando copiosamente, aferrado con disciplina militar a esas líneas tan coherentes, tan bien pensadas, como si fuesen un salvavidas; y no puede dejar de preguntarse en qué momento cambió de opinión, cuándo se dio cuenta de que la reforma es una trampa diseñada para “conducirnos como ovejas al matadero”. Es decir, cuesta pensar que todo lo que está sucediendo no podía ser vislumbrado con anterioridad, sobretodo estando tan cerca, que no había señales, que la traición de Chávez a la idea que él tenía de Chávez durante todos estos años se presentó de repente y sin aviso. Y esto vale para Baduel o para Luis Miquilena, para Ismael García o para Carlos Genatios.
Esta es una actitud que, según la novela, se debe a que aún cuando “desde el principio vemos mucho más de lo que reconocemos… la mayoría necesita engañarse y ser optimista para seguir viviendo con algo de confianza y calma”, y por eso “desechamos indicios y rehusamos interpretar signos, y los relegamos y echamos a la bolsa de las figuraciones, para contraponerles otros que en el fondo sabemos que no son señales sino fingimientos y simulacros que buscan nuestra confianza y nuestro sopor o adormecimiento”.
De repente Baduel ha sido víctima de esa actitud tan común en el género humano que tiene por objetivo engañarnos por el camino de la confianza, olvidando que “todo ser humano lleva sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento”. Me parece más verosímil esta visión que la esgrimida por una parte de la sociedad demasiado propensa a hundirse a sí misma, según la cual todo es parte de un gran complot estratégico a-la Arias Cárdenas diseñado en los mismos laboratorios de inteligencia roja que son incapaces de resolver a punta de real el desabastecimiento de la leche.
Si es así, si tengo razón, el verdadero valor del discurso del martes estaría en su potencial como despertador y anti-soporífero para aquellos que aún tienen fe sincera en que este proceso no termine en lo que ya resulta demasiado evidente que va a terminar. Después de todo, ya no hay que ser Jacques (o Jacobo) Deza para vislumbrar cómo será el rostro de la república mañana. A partir de ahora viene quizás lo más desagradable: Vivir sabiendo y no esperando.
Miguel Ángel Santos