Por razones que no vienen al caso tuve la oportunidad de pasar 10 días en Vietnam recientemente. Vietnam, las imágenes del país arrasado por la guerra, la resistencia, el inmenso sacrificio nacional. Vietnam, los bombardeos, los Vietcongs, los marines pasando trabajo, emboscados por comandos salidos de todas y de ninguna parte al mismo tiempo. Vietnam, en donde el poder lo ejercen los 10-15 miembros de politburó, escogidos a su vez por 150 miembros del “CEN” del Partido Comunista, salidos a su vez de los 1.500 delegados nacionales de carrera cuidadosamente seleccionados.
Y he aquí que uno se acerca a Vietnam y la primera impresión es completamente contra-intuitiva. No hay un café o restaurante que no esté abarrotado de expatriados, enviados por las transnacionales que desde hace quince años están invirtiendo en el país. La línea del cielo de Hanoi y de Ho Chi Minh (antiguo Saigón) se encuentra dominada por un sin número de grúas, construcciones, centros comerciales, levantándose por todas partes. Lo mismo hacen las vallas de propagandas de las grandes empresas de telecomunicaciones, electrodomésticos, transporte, cuidado personal. Sus mercados más tradicionales llenos de comerciantes ávidos de aprovechar de la legalización del concepto de “lucro”, con habilidades plenas.
En Vietnam, los organismos multilaterales están contribuyendo a desarrollar grandes proyectos de infraestructura. La construcción de la autopista Hanoi-Ho Chi Minh, de más de 2.000 kilómetros de extensión, es el ejemplo más representativo.
Esta impresión inicial encuentra respaldo en las cifras de inversión extranjera. En 2005 Vietnam recibió 5.800 millones de dólares, equivalentes a 17% del PIB. Para ponerlo en contraste, Venezuela recibió ese año 1.500 millones de dólares, equivalentes a 1% del PIB. Durante los últimos 10 años Vietnam ha recibido 42.000 millones de dólares en inversiones extranjeras, un tercio del total del tamaño de nuestra economía.
Mi primera reacción fue buscar en el reporte Doing Business del Banco Mundial si las condiciones para hacer negocios en Vietnam, a pesar de su gobierno “comunista”, eran tanto más favorables que las nuestras. No es verdad. Toma más o menos el mismo tiempo y el mismo dinero abrir un negocio, es igual de caro contratar, mantener y despedir trabajadores, la seguridad jurídica es apenas un poco mejor, y la legislación de bancarrota, sustancialmente mejor que Venezuela, no es precisamente un modelo.
¿Y entonces? ¿Por qué a ellos sí les llega dinero? ¿Por qué el Banco Mundial sí está invirtiendo allá?
La respuesta no es sencilla. Revisando un poco la historia del país, la miseria que produjo la política económica comunista después de la guerra, y el giro “liberal” ( doi moi) que dio el gobierno de Hanoi hace unos 15 años, uno se siente tentado a concluir que en Vietnam se le está dando más importancia a la película que a la foto.
Si el mayor ejercicio de libertades económicas se traducirá más adelante en mayores demandas por libertades políticas es algo que no está claro. Lo importante es que, por ahora, todos en Vietnam viven mucho mejor que hace 15 años. El gobierno parece también ignorar o restarle importancia a esta posibilidad, y sigue haciendo grandes esfuerzos por dar mayores garantías a los inversionistas. Quizás esos esfuerzos terminen por dar al traste con el PC y el sistema uni-partido, quizás no. Por ahora lo importante es que Vietnam, la película, ejerce una poderosa atracción sobre los inversionistas; por encima del efecto de Vietnam, la foto. Y esa atracción, esa inversión, ese concepto tan frío, tiene una capacidad apasionante para traducirse en empleo, en comida, en esperanza, acaso también en valentía.
Miguel Ángel Santos