Crónicas del exilio

Crónicas del exilio

El Nacional

Hay veces en que la conciencia amanece antes que la propia memoria. Son esos días en que uno despierta y no sabe bien en dónde está, qué se ha hecho de todo lo familiar, cómo se ha venido a parar aquí. La conciencia esforzándose a tientas por descifrar el entorno, los objetos más próximos, aquella pared sin cuadros, esa cómoda sin portarretratos, las ausencias. Poco a poco la memoria se estira y se sacude, y con alguna displicencia advierte: Hace tiempo que no estás en Venezuela.

Escribo pensando en todos esos venezolanos que han resistido durante tanto tiempo las tentaciones del exilio, acaso dominados por el miedo, acaso por alguna ciega convicción interna de que aún es posible vivir, en el sentido de la vida, bajo el cielo venezolano. Emigrar es una experiencia dura, difícil de considerar en su justa medida. Todos vivimos una sola vez y no tenemos nada contra qué contrastar nuestras decisiones. Eso le hace las cosas a algunos menos graves (es el argumento central de La insoportable levedad del ser); a otros mucho más graves. A todos nos hace falta eso que en estadística llaman grupo de control, una suerte de patrón que nos indique si hemos acertado o no. A falta de eso, uno suele cometer el error de comparar trayectorias de diferentes personas, para las que funcionan diferentes cosas.

Quienes dejan todo atrás deben estar dispuestos a correr aventuras, sí, pero también a vivir bajo la sensación de que no hay hogar en ninguna parte. Las aventuras lo son sólo para quienes leen el resumen ejecutivo de la historia, los mensajes de texto o las fotos en las redes sociales. Quienes las atraviesan no las suelen considerar como tales. Con frecuencia, quienes emigran se introducen en un remolino, suerte de viaje de Ulises de vuelta a Ítaca, que revuelve familias, ciudades, oficios y parejas. En cualquier caso, la sensación de hogar se extravía, se condensa en una nebulosa inaccesible, y empezamos a soñar despiertos con un lugar que no existe, y probablemente nunca existió. Creo que es eso lo que está detrás de esa frase del poeta Ramos Sucre, de que todos somos exiliados de un país imaginario.

Aquellas cosas que teníamos por firmes desaparecen y son reemplazadas por otras. Como escribió Margarita Yourcenar, aunque la vida siempre repone, mientras hay vida, nos empeñamos en lamentar cada pérdida como irreparable. Le comentaba esto hace a unos días a un amigo muy querido que se encuentra batallando denodadamente con la enfermedad. Me preguntaba qué había sido lo más difícil del exilio. Yo siempre creí que las personas se hacían a sí mismas, en medio de sus circunstancias, y luego proyectaban esa imagen en los demás. Mi experiencia fuera de Venezuela me ha enseñado que es así sólo en parte; hay días en los que uno no se encuentra, y es entonces cuando las personas queridas, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, o el señor de la panadería Aida, hacen las veces de espejo y nos devuelven la imagen y las sensaciones perdidas. Esa posibilidad, la imagen de ese espejo, se hace tenue y eventualmente desaparece en el exilio.

También es verdad que ya muchos hoy en día se despiertan exiliados, aun sin haber salido de Venezuela. Mi padre, uno de esos emigrantes épicos, suele decir que siempre es mejor ser extranjero en un país extraño que en el propio. Quizás era sólo eso, decirles a quienes todavía están en Venezuela sintiendo que la vida está en otra parte, que esa sensación de extrañamiento es algo que, independientemente de que salgan o no, va a estar ahí. Como en el cuento de Saramago, el barco siempre va rumbo a la isla desconocida, rumbo a conocerse a sí mismo. De aquí para adelante, como dice Silvio Rodríguez, “en el sitio en el que he dormido, ahí ya no está mi corazón”.

Miguel Ángel Santos

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