El oficio de vivir en Caracas

El oficio de vivir en Caracas

El Universal

Un día cualquiera de esta semana, en el estacionamiento del Centro Plaza. No hablo del principal, sino de aquél al que se ingresa por el lateral, frente al Café Arábica. La claridad de la mañana se desvaneció apenas descendí la rampa, dando paso a una especie de submundo oscuro, húmedo y hediondo. Mientras maniobraba a tientas, hacia una luz que había en el fondo, pasé al lado de enormes pilas de basura, frutas podridas, desperdicios, cajas de cartón, y descubrí unas rampas por las que imagino ingresan los productos al supermercado, dos niveles más arriba. Unos minutos después, siguiendo las indicaciones de una flecha pintada sobre un cartón a brocha gorda, conseguí acceder a una rampa en espiral que indicaba la salida. No había sido una buena idea. Ascendí por el espiral lentamente, casi asomando la cabeza por la ventana para tratar de ganar algo de certeza, hasta que escuché el golpe. A punto de acceder al próximo nivel, al de la única salida, una sólida barra de hierro impedía el paso, asegurada al otro extremo por un enorme candado. Era contra eso que me había estrellado. Y aunque parezca difícil de creer, fue ahí donde comenzó la parte más extraña.

Un tipo con una franela raída que lo identificaba como empleado del estacionamiento se acercó a mí en medio de la oscuridad gritando: “¡Tú eres loco chico! ¡Mira como pusiste el carro!”. Traté de hablarle de los cartones pintados a brocha gorda roja, indicando la salida. “¿Y el cono?” ¿Cono? ¿Qué cono? “¿Allá abajo no había un cono?”. No. No había ningún cono. El acceso a la rampa estaba libre. Entonces el tipo se asoma al espiral y me dice: “Sí, tienes razón, el chamo de abajo quitó el cono, pero no me avisó”. Y vuelve a reclamarme: “¡Mira cómo pusiste el carro!”. Acto seguido surge una voz desde abajo: “¿Tu no habías abierto ahí arriba?”. “¡Claro que no! Tu no me avisaste que habías quitado el cono, y además, a esta hora la gente viene es entrando, no saliendo”. “Tú si eres bruto…

Mientras la discusión entre los dos niveles del espiral se iba poniendo más violenta y surrealista, el empleado del nivel de arriba abrió el candado y levantó la barra (sin dejar por eso de gritarle al de abajo), dándome acceso a la ruta de salida, la taquilla allá al final, su silueta resaltada al claro-oscuro por una entrada de luz natural. Una vez allí, habiendo recuperado en algo la compostura, traté de explicarle al empleado de la caja lo ocurrido. Tendría unos 65 años, alto, muy flaco, los ojos hundidos en las mejillas. No pude ir muy lejos. Con acento italiano y voz cascada, de esas que suelen tener los mafiosos de las películas, me aconsejó: “¡Más nunca se estacione de este lado! Esto es un nido de ratas. Todo está podrido, contaminado, no hay luces, aquí hay robos todos los días”. Ya no había forma de detenerlo, y en cualquier caso, aunque ya le había pagado, tendría que esperar que accionara la barra. “Mire, de pasar tanto tiempo aquí, estoy muy grave de los pulmones. Aunque esto me está matando, no tengo otra cosa que hacer. Hace poco traté de ir al médico pero el seguro que nos dan aquí no lo cubre, y los hospitales del seguro social están colapsados. Falté un día aquí y me dijeron que si volvía a faltar me botaban. Ya a esta edad, a dónde va a conseguir uno trabajo. Por eso sigo aquí. Esta gente son unos sinvergüenzas. Si quiere suba a hablar con ellos para que vea… ”. Se quedó mirándome, esperando respuesta. Yo ya no tenía nada que decirle. Ese silencio se prolongó un poco más, hasta que se hizo evidente que ya nadie iba a decir nada más. Entonces accionó la barra.

Esa noche fui a ver una adaptación de El Jardín de los Cerezos en lo que queda del CELARG, y cuando leí la frase proyectada en el telón al comienzo se me vino de inmediato a la mente el rostro del italiano del estacionamiento. “Todo lo que quise fue decir honestamente a la gente: Mírense a ustedes mismos y vean que malas y monótonas son sus vidas. Lo importante es que la gente se dé cuenta de ello, porque entonces crearán para ellos mismos una vida distinta y mejor… Y mientras esa vida diferente no exista, seguiré diciéndoles una y otra vez: por favor, comprendan que su vida es aburrida y monótona”. Ya casi no disfruté el resto de la función (nada del otro mundo de todas formas: el texto de Chejov apenas consigue sobrevivir a la “adaptación”).

Desde entonces no he podido dejar de pensar en aquél episodio. Me obsesionan ahora esas vidas monótonas, desperdiciadas, apuradas como si fuesen un gran trago amargo. Caí en cuenta de que el número de personas que podrían repetir de forma indefinida la entrada del diario de Cesare Pavese “Hoy, nada” (Abril, 25, 1936) puede llegar a ser colosal. Por un lado, esas, y por el otro, muchas otras que se terminan de repente, quedando incompletas, a medio camino, tantas vidas congeladas en la edad de la muerte. Cuando muere Lucio, el joven favorito e hijo adoptivo del Emperador Adriano, este último escribe: “Si César hubiera muerto a su edad, ¿qué quedaría de él? El recuerdo de un hombre disipado y endeudado, que a ratos se metía en política”.

Volví a pensar en Frida Kahlo: “”Recuerda que cada tic tac es un segundo de la vida que pasa y que no se repite, hay en ella tanta intensidad, tanto interés, que solo es el problema de saberla vivir. Que cada uno la resuelva como pueda”. Durante una época de mi vida concebí la idea de contar con un mercado en donde se pudiera intercambiar el tiempo. A quienes no les alcanzara para todo lo que querían experimentar, hacer, vivir, podrían “adquirir” allí el tiempo sobrante a aquellos que no encuentran qué hacer con sus vidas, que ven pasar las horas lentamente, de forma monótona y aburrida. Era una idea positivista e individual, inspirada en las fuerzas que se percibe tienen las leyes de la economía cuando uno apenas las empieza a aprehender. Ahora pienso más bien que un elemento fundamental del oficio de vivir (Pavese dixit) pasa por ayudar a que otros tengan una mejor perspectiva de su tiempo, de sus posibilidades, por contribuir en algo a recuperar la esperanza. Eso, en una sociedad como la nuestra, donde la desesperanza es una política de Estado, no es una tarea fácil.

Por estos días Rafael Cadenas, una de esas buenas noticias que persisten en Venezuela, ha vuelto a ser reconocido a nivel internacional. Uno no tiene que ser conocedor de poesía para aprovechar y aprender de su trabajo. Sería confinarlo a un puñado de lectores. Cadenas es además un investigador del hecho de vivir. “La gente no quiere ser sacudida, dejada en el aire, puesta fuera de sus vías acogedoras, muelles, asegurantes, por esa loca ‘centella del alma’ (Eckehart), y lanzada a otra zona donde nada valen las convicciones que nos sirven en la vida diaria; prefieren enfrentarse a problemas cotidianos propios del engranaje donde están metidos, que mirarse, en la soledad de la noche, y preguntarse qué significa el hecho y el milagro de ser”. De eso se trata.

Miguel Ángel Santos

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