Gatsby y el deseo de ser otro

Gatsby y el deseo de ser otro

El Universal

“En mis años de juventud, los más vulnerables, mi padre me dio un consejo que ha estado rondando mi mente desde entonces: ‘Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien, recuerda que hay gente en el mundo que no ha tenido las ventajas que tu has tenido”. Es una de esas frases simples pero perdurables, de esas que se adhieren y luego se nos presentan con frecuencia sin explicación evidente. Tengo para mí que eso ocurre cuando la construcción ha dado con un arquetipo humano, una suerte de patrón o materia común a partir del cual todos, en mayor o menor medida, estamos hechos. De esas está lleno El Gran Gatsby, la novela de F. Scott Fitzgerald (1925) que este año cuenta su sexta adaptación al cine (Baz Luhrman).

Las palabras que abren esta nota, también el libro y la película, vienen de Nick Carraway (Tobey Maguire), un joven de Minnesota recién llegado a Long Island para incorporarse al floreciente negocio de la compra-venta de bonos. Nick tiene el carácter ideal para convertirse en el narrador de Fitzgerald y para muchos críticos viene a representar su propia voz: Tolerante, reflexivo, abierto y sobretodo, posee ese raro don de saber escuchar. “Siempre me he inclinado por reservar mis juicios, un hábito que me ha abierto las puertas de naturalezas y temperamentos muy curiosos… La mente anormal, el que piensa diferente, detecta de forma rápida esta cualidad y se conecta a ella de inmediato”. Así se convierte en el confidente de su extravagante vecino, Jay Gatsby (Leonardo di Caprio), un millonario sorpresivamente joven alrededor del cual se tejen toda suerte de mitos. “Reservarse las opiniones propias y los juicios tiene un potencial infinito… Pero he llegado a aceptar que también tiene sus límites”. La relación de Nick con Gatsby efectivamente llevará esta virtud hasta esa última demarcación.

En Nueva York, su prima Daisy (Carey Mulligan) y su flamante esposo Tom Buchanan (Joel Edgerton) introducen a Nick al ambiente de despilfarro y decadencia moral que predomina en la clase alta de la ciudad. En una época de prosperidad sin precedentes, Fitzgerald escoge éste, el lado oscuro del sueño americano, para contextualizar su novela. Lo hace de una forma a ratos explícita (las grandes fiestas organizadas en la mansión de Gatsby, o de los propios Buchanan), a ratos sutil (discretas referencias al crimen organizado, del cual Gatsby deriva su enorme fortuna). El bautizo de Nick tendrá lugar en un bacanal en donde los Buchanan le presentan a Jordan Baker (Elizabeth Debicki), una atractiva golfista con quien establecerá una relación de pareja, muy superficial (la época no da para otra cosa). “Me gustan más las grandes fiestas, tan personales. En las fiestas pequeñas no hay intimidad”.

Es precisamente Jordan quien le confiesa a Nick que Tom Buchanan tiene una amante en “el valle de cenizas”, una suerte de vertedero industrial que separa Long Island de Nueva York. Así, Fitzgerald sobrepone a la decadencia moral el quiebre de clases, e introduce un conjunto de personajes que tendrán un rol crucial en el desenlace de la historia.

En un principio no está claro por qué Gatsby se acerca al joven Nick Carraway, por qué lo invita a las grandes fiestas en su mansión o lo convierte casi de inmediato en su confidente. Hay una breve referencia a la posibilidad de que ambos hayan formado parte de la misma división durante la guerra, pero la verdadera razón se sabrá más adelante. Aquí Fitzgerald hace uso de un recurso que se hace más difícil en la película, por razones de tiempo y acaso también la propia ansiedad del director por presentar una historia más lineal: La revelación gradual de los caracteres y los motivos de los personajes. Así, por ejemplo, más adelante llegaremos a saber que Gatsby había conocido a Daisy Buchanan y se había enamorado de ella ya en 1917, antes de la guerra. Tras una relación breve pero muy intensa Daisy juró esperarle, pero contrajo matrimonio con Tom Buchanan apenas dos años después. De manera que toda la fortuna de Gatsby, su extravagante despliegue de riqueza, su apariencia confiada y de suficiencia, es apenas una representación, un medio para traer a Daisy de vuelta.

Sólo pasada la mitad del libro llegamos a conocer el verdadero origen de Gatsby, nacido de una familia pobre en los campos de Dakota del Norte y expulsado del colegio de St. Olaf a las dos semanas por negarse a limpiar los baños (actividad con la que pagaba su matrícula). Esta revelación demorada es apenas un matiz en la película, conseguido a través de pequeñas escenas en tonos ocre que hacen referencia vaga a su pasado, insertadas entre segmentos del presente. Aquí Fitzgerald introduce otro de los arquetipos humanos clásicos: El deseo, el esfuerzo consciente, por convertirse en otro. La desesperación por dejar atrás nuestro origen, nuestra circunstancia actual y aparecer un día en una página nueva, como parte de otra historia. Jay Gatsby ha creado su propio personaje, llegando incluso a cambiar su nombre (James Gatz). “Mi vida, mi vida siempre tiene que seguir así Nick. Tiene que seguir creciendo, subiendo”. Es aquí en donde se encuentra el origen de la relación entre Nick y Gatsby: Este último lo busca con la intención de que le propicie un encuentro con Daisy Buchanan. La estrategia funciona y Gatsby y Daisy inician un affair , cuya intensidad no escapará de los ojos de Tom Buchanan y llevará la historia hacia su trágico desenlace final.

Daisy Buchanan es, en sí misma, otro de esos grandes arquetipos. Para muchos la semblanza de este personaje con Zelda, la esposa de Fitzgerald, es más que evidente. Encantadora, rica y sofisticada, cualidades que atrajeron al escritor y a Gatsby. Materialista, obsesionada con la riqueza, posiblemente infiel. Gatsby, acaso también Fitzgerald, se dejaron llevar por esa atracción sin engañarse a sí mismos: “Sólo se casó contigo porque yo era pobre, y porque se cansó de esperar”. Aún así, a pesar de que Daisy se confiesa enamorada de Gatsby, ya en el proceso de convertirse en otro éste le ha dejado ver demasiadas de sus debilidades, por lo que decide mantenerse al lado de su esposo.

Como suele suceder con los clásicos, con el paso de los años muchos críticos han leído El Gran Gatsby de distintas maneras. Para algunos trata de la decadencia, del lado oscuro del sueño americano. Para otros viene a denunciar la resistencia al cambio, la enorme brecha y el quiebre de clases ya desde entonces evidente en la sociedad norteamericana. Para mí se trata de esa perenne aspiración humana por volver a empezar. Justo por estos días me cayó en las manos un pequeño cuento de Nathaniel Hawthorne. El protagonista que le da nombre a la historia, Wakefield, decide un día abandonar su casa con el pretexto de un corto viaje. Lo impulsa el deseo de cambiar, la posibilidad de ser otro, también la necesidad de ser testigo de sí mismo. Siendo así, decide mudarse a un pequeño apartamento en la calle de atrás y permanecer allí veinte años. Durante ese tiempo es presa de numerosas crisis: “‘¡Pero si es en la calle de al lado! ¡Puedes volver cuando quieras!’ Se increpa a sí mismo. ‘Imbécil’, se responde, ‘esa no es la calle de al lado, ese ya es otro mundo’”. Es difícil saber qué está detrás de ese deseo, de Wakefield, de Gatsby, o de cualquiera de nosotros, por ser otros. Para Hawthorne “hay una influencia externa, va más allá de nuestro control, que deja sentir su mano en cada cosa que hacemos, y que teje sus consecuencias bajo el tejido de hierro de la necesidad”. Algo de eso debe haber. Lo que sí es verdad es que apenas iniciada la acción ya se pasa a ser otro, aunque ese otro casi nunca termina siendo el que teníamos en mente antes de cambiar.

Disponible en:
http://www.eluniversal.com/opinion/130602/gatsby-y…

Miguel Ángel Santos

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