La carretera de McCarthy

La carretera de McCarthy

El Universal

“Al despertar en el bosque, en medio del frío y la oscuridad nocturnos, había alargado su mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pié envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz hacia el este, pero no lo había”.

Así comienza La carretera, la décima novela que escribe Cormac McCarthy en cuatro décadas, Premio Pulitzer de Ficción 2007. Narra la travesía de padre e hijo por un territorio sobre el que aún se observan residuos de llamas de un enorme incendio, una posible hecatombe nuclear. Los dos protagonistas, y aún los pocos sobrevivientes que encontrarán en el camino, no tienen idea de qué ha sucedido. Del suelo se levantan columnas de humo, nada que comer, no hay agua limpia, hace frío, apenas sobreviven algunas pequeñas colonias o grupos de seres humanos en andrajos, abandonados a su propia suerte. “Papá, ¿cuál es nuestro plan de largo plazo?”.

Ese es el principal motivo que encuentra el lector para seguir adelante: su identificación, acaso también su curiosidad por el resultado, con ese enorme esfuerzo por preservar una existencia sin sentido. Ese, claro está, y la forma en que McCarthy describe el transitar de ambos personajes, con algunos pocos víveres y mantas arrumadas en un maltrecho carrito de supermercado, por el paisaje baldío, el mar color de plomo, los peces muertos, los cadáveres mutilados por el holocausto o por sus sobrevivientes, las aldeas abandonadas, la carretera. Ningún trazo de embellecimiento.

McCarthy intercala la travesía, recuerdos en colores que el padre preserva de su propia infancia, fugaces encuentros otros seres vivos, con un conjunto de diálogos en donde no siempre es evidente quién es quién. La clave siempre termina siendo la esperanza, porque además de sobrevivir, buena parte de la historia está centrada en el esfuerzo del padre por preservar la bondad del niño que sólo conoce ese mundo cubierto de ceniza. “Tienes que seguir, tienes que llevar el fuego”. “¿Es de verdad lo del fuego?”. “Sí”. “¿Dónde está? Yo no sé donde está el fuego”. “Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo”.

¿A dónde nos quiere llevar este libro? McCarthy responde, en la única entrevista que ha dado para televisión: “Sólo quería despertar algo más de preocupación por las cosas que nos rodean, por la gente… Aunque a ratos no se vea bien, la vida, el estar vivo, es demasiado bueno (pretty damned good)… Deberíamos apreciarlo un poco más. Deberíamos ser más agradecidos”.

“Tal vez en su destrucción sería posible al fin ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contra-espectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, fríamente secular. El silencio.” Así transcurren las 210 páginas. Una aproximación única, muy distinta a las formas y a los moldes tradicionales, a la búsqueda (bastante más frecuente) del motivo de la existencia humana. Porque lo que sí está claro es que ninguno de nosotros tiene plan de largo plazo. No si el plazo es suficientemente largo.

Miguel Ángel Santos

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