La muerte en la otra esquina

La muerte en la otra esquina

El Universal

Para Sándor Márai la apatía, “ese estado de ánimo con que la gente responde al peligro constante y agudo con una total indiferencia”, se produce “cuando la población comprende que ha sido abandonada y que no tiene nada más que aguardar”. Cada vez que vuelvo a transitar lenta y automáticamente la subida del boulevard de El Cafetal en ruta hacia el Cementerio del Este, me pregunto si no habrá algo de eso en lo que nos está pasando por estos días. Algo de ese sentimiento de abandono, de pérdida de esperanza en una realidad distinta. Hay dentro de nosotros un proceso químico que consigue ahogar esa angustia breve que nos causa el hecho de que las muertes cada vez sean más frecuentes y más próximas.

Según el CICPC en 2007 ocurrieron 12.829 homicidios. Esa cifra se beneficia de la dudosa práctica de excluir las muertes por enfrentamientos con la autoridad. El número más alto de homicidios registrado en Venezuela antes de la revolución fue 4.961 (1996). Por cada cien mil habitantes, el país ha pasado de un promedio de 20-22 homicidios durante toda la década de los noventa, a una cifra que oscila entre 45-47. Si se agregan las muertes en averiguación y las ocurridas por resistencia a la autoridad (esas a las que el Ministro del Interior y Justicia le suele resaltar sus virtudes profilácticas) la cifra resulta entre 65-67 homicidios por cada cien mil habitantes, tres veces más que hace diez años.

De acuerdo con el conteo realizado por Iraq Body Count (www.iraqbodycount.org), desde que se inició la guerra en Irak hasta el final del año pasado habían ocurrido un total de 88.986 muertes civiles por causa de la violencia. En ese mismo período, la cifra del CICPC para Venezuela totaliza 56.111, pero si se agregan las muertes en averiguación y las ocurridas por enfrentamientos con la autoridad se alcanza 85.096. Para todos los efectos prácticos, con base en fuentes oficiales, se puede concluir que la violencia nos ha cobrado un número de vidas idéntico al de la guerra en Irak.

Dentro de ese sombrío panorama Caracas ocupa un lugar especial. Aquí la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes alcanzó en 2007 la cifra de 127, casi duplicando el promedio (71) registrado entre 1990-1998. A manera de referencia, cualquier valor por encima de 20 es considerado por estándares internacionales como “zona de peligro”. El promedio de las capitales mundiales es de 11, Ciudad de México registra 28, y Río de Janeiro, otrora considerado como la meca del crimen, 48. Bogotá ha pasado de 80 a 23 en diez años.

Esas estadísticas son casi tan asombrosas como las formas de vida que a raíz de su ocurrencia se van haciendo comunes entre nosotros. Por ejemplo, ese orden de prioridades según el cual la inflación en alimentos es una amenaza electoral capaz de engendrar una gran rueda de prensa, “pacto con la oligarquía” incluido, mientras se mantiene un silencio de sepulcro muy acorde con la matanza a mansalva de civiles venezolanos. O más aún, esa apatía que el gobierno le ha logrado contagiar a la sociedad, esa resignación con que observamos cómo la trama de la vida, esa sucesión de imágenes y escenas, se va quebrando en pedazos ante los ojos de los que vamos quedando vivos.

Miguel Ángel Santos

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