Lecciones amargas de la reconstrucción de Ruanda

I

El día que fui a Ntarama y Nyamata era, pura coincidencia, Domingo de Resurrección. La Toaureg negra giró a la izquierda al salir de la garita de Nyarutarama, una pequeña urbanización cerrada al norte de Kigali, apenas unas cuantas cuadras de edificios bajos y casas de una planta con jardín, cuidadosamente protegida por un muro que cubre el flanco oeste con la Avenida 9. Pasamos frente al centro comercial MTN y la vistosa terraza del Café Bourbon, antes de empezar a descender la cuesta que conecta con la Avenida 1 y tomar rumbo al sur por la RN15.

A todo lo largo de esta suerte de montaña rusa rodeada de verde que caracteriza a la capital de Ruanda, las calles y avenidas están impecables, con sus brocales pintados de blanco, y sus redomas de jardines, con el césped recién cortado y arreglos florales al centro. En la medida en que salimos de la ciudad se van quedando atrás los motorizados, todos con cascos y chalecos marrón claro, en ambos casos con sendos letreros verdes en donde resaltan las siglas de la placa en amarillo. Ya en la encrucijada de un semáforo que marca el inicio de la planicie, Jean-Claude, el chofer, hizo un pequeño gesto con el índice de la mano derecha, y con la misma mirada impasible de todos estos días y el tono de voz casi inaudible que caracteriza a los hablantes de kiñaruanda, me dijo: Burundi, near.

A diferencia de las montañas del norte, de tierra oscura y clima húmedo, en la llanura que separa Kigali de la frontera con Burundi predomina un calor seco y suelos áridos. Durante tres décadas de dominio hutu, una comunidad grande de tutsis fue gradualmente movilizada y confinada hacia esta región. Sólo así se puede explicar la desproporcionada congregación de tutsis en estas tierras tan poco fértiles.

Ntarama está a unos treinta kilómetros al sur de Kigali, unos cuarenta y cinco minutos por una carretera de dos carriles en buen estado. Al salir de la calzada de asfalto a la derecha, el camino se hace de tierra, y la camioneta levanta una polvareda que nos obliga a desacelerar. Para llegar allí no hará falta hacer preguntas, pues dos hilos de personas caminan a ambos lados de la vía con sus vestidos de domingo, marcando la ruta a la iglesia. Los hombres van de traje oscuro, lentes de sol y corbata. Las mujeres llevan combinaciones de colores vivos, fucsia, amarillo, rojo, verde, que hacen contraste con el lánguido paisaje. La procesión avanza en silencio, nadie canta ni conversa en voz alta, y predomina cierta expresión de dignidad. Quizás esta sea una manifestación más del agaciro, una combinación de respeto por sí mismo, autoestima y dignidad; rasgos del carácter que describe la identidad nacional de Ruanda por estos días.

Ya en la puerta, se nos acerca una señora en apariencia mayor. El color oscuro de la piel y el dolor hacen difícil precisar la edad, pero tiene el rostro surcado de arrugas y una expresión que parece haber cargado con todo el sufrimiento del mundo. Lleva una pequeña cesta, de donde extrae unas cintas grises que anuda en la muñeca derecha de los asistentes; dos palabras bordadas al centro en blanco: Never again.

Nada puede preparar al visitante sobrevenido para lidiar con lo que hay aquí adentro. Cuando las noticias sobre el genocidio de Ruanda empezaron a recorrer el país, un abril hace veinticuatro años, miles de tutsis de esta zona corrieron a refugiarse en las iglesias. Ntarama y Nyamata son apenas dos testimonios de uno de los aspectos más descorazonadores del genocidio de Ruanda: La colaboración de algunos representantes de la iglesia con los genocidas. La mayoría de los curas y obispos de entonces eran católicos franceses y belgas, simpatizantes de los hutus. El arzobispo de Ruanda, Vincent Nsengiyumba, había llegado a encabezar el Comité Central del Gobierno de Juvenal Habyarimana, y pronunciaba misa con el retrato del presidente en un medallón que le colgaba por fuera de la túnica. Una vez muerto Haryabimana, tras un accidente aéreo que marcaría el inicio del genocidio, muchos curas se mantuvieron fieles a los extremistas hutus que tomaron el poder, llegando inclusive a ofrecer refugio en las iglesias a miles de tutsis perseguidos, antes de notificar a las milicias de su paradero. Los tutsis de esta zona corrieron a los templos a refugiarse en Dios, pero se tropezaron con los curas.

En Ntarama, una iglesia pequeña de ladrillo, las milicias taladraron agujeros en las paredes e introdujeron granadas. El techo no ha sobrevivido, pero una estructura de aluminio sostenida por cuatro columnas protege al recinto de la intemperie. En la pared del fondo una vitrina que me llega a medio cuerpo y ocupa todo el ancho de la nave, contiene decenas de calaveras de todos los tamaños. En muchos casos es posible reconocer las fisuras, más que todo laterales, en los cráneos estrictamente alineados a lo largo de los tres estantes. Alguien ha dejado caer algunos flores y pétalos al azar sobre algunas de las que se encuentran en el nivel superior. Encima de la vitrina se abre una enorme tronera en el centro de la pared, a través de la cual se cuela un rayo grueso de luz de mediodía. Dentro de la iglesia, el suelo es de tierra roja, y varios bancos bajos han sido arreglados simétricamente a ambos lados de la única nave, hechos de largas tablas de madera apoyadas sobre bloques de cemento. En el altar descansan restos de las armas encontradas en la vecindad del lugar: seis machetes, cinco modelos distintos de cuchillos de cocina, dos palas, y un azadón.

Un pequeño edificio al lado de la iglesia, del que sólo se conserva la pared de adobe del fondo y se sostiene a través de un conjunto de precarias columnas, contiene dos montones a cada lado, derecha e izquierda, que casi tocan el techo. Son despojos de tejidos de ropa, vestidos, pantalones y camisas, zapatos, e inclusive algunos juguetes, platos y vasos rústicos. Son los restos de las cinco mil personas que se estima fueron aniquiladas aquí el 14 de abril de 1994.

En el lado opuesto de estas dos edificaciones, atravesando un camino de tierra demarcado en las parcelas de grama perfectamente mantenidas, se encuentra una vasta colección de tumbas subterráneas. El conjunto se observa desde una plataforma de cristal transparente que recubre el suelo, una suerte de ventana al horror. Allí dejan sus flores los familiares de las víctimas, antes de seguir el camino hasta la cima de una pequeña pradera. La iglesia hoy en día funciona como memorial, por lo que es allá arriba, al aire libre, en donde se celebran los servicios dominicales y las conmemoraciones.

Nyamata está a unos diez kilómetros de allí, a medio camino entre Ntarama y la frontera con Burundi. Aquí sí no había procesión ni señal que permitiera deducir su ubicación, por lo que debimos dar varias vueltas y preguntar otras tantas veces antes de dar con ella. El edificio de ladrillos rojos es bastante más sólido, de proporciones desiguales. La pared del altar es recta, y a partir de sus vértices surgen dos paredes laterales irregulares, que cierran en una especie de semicírculo atrás. Apenas entrar, a la izquierda, hay un número incontable de calaveras, colocadas una encima de la otra en una pirámide que supera los dos metros. Al fondo de la iglesia hay otra similar, con huesos de piernas y brazos. El altar está cubierto por un paño blanco, flanqueado por dos machetes entre los cuales todavía es posible distinguir restos de sangre. El rojo suele ser el color que mejor soporta la ruina, el óxido y el paso del tiempo.

De acuerdo con el Archivo del Genocidio de Ruanda en Kigali, entre el interior de la iglesia y los alrededores de Nyamata fueron hallados 42.000 cadáveres de tutsis. Sólo en la iglesia, se estima que fueron ejecutadas unas 10.000 personas, una cifra que atenta contra las propias dimensiones del edificio. No había nadie allí aquel domingo de resurrección. Una vez que salí y pude recobrar el aliento, descubrí por qué. A diferencia de Ntarama, enfrente de la antigua iglesia de Nyamata que hoy sirve de memorial, hay otra que se me antoja idéntica, un semicírculo con la pared del altar plana, del cual salen a manera de rayos las líneas de bancos concéntricos, que se hacen más largos a cada fila. Aquella mañana de domingo de resurrección estaba a reventar.

Me pregunto cómo pueden coexistir ambos lugares en esta misma explanada. Me intriga cómo se puede conjugar ese testimonio del abandono de Dios que es el memorial de Nyamata, con esa contagiosa expresión de fe que transmite el coro de niños en la nueva iglesia de Nyamata.

En el camino a Kigali se me ocurrió hacerle a Jean-Claude una pregunta que me había rondado la mente toda la mañana. En realidad, he tenido la misma curiosidad desde que aterricé en Kigali, pero su formulación envuelve palabras prohibidas aquí, palabras cuya sola pronunciación puede acarrear cárcel por el delito de “promover ideología genocida”. Pero tras una semana de viajar por los confines de este pequeño y denso país de África Central, esa complicidad entre desconocidos que es una de las virtudes que trae consigo el viajar, me permite aproximarme al asunto sin describir tantas hipérboles.

—¿Tú los puedes reconocer?
—¿Qué cosa?
—…Tutsis o hutus.
—Sí, claro. ¡Claro!
—Y toda esta gente que hemos visto esta mañana, en Ntarama y Nyamata…

No me dejó terminar.

—Son todos tutsis.

Durante las catorce semanas que transcurrieron entre el 7 de abril (cuando fue siniestrado el avión de Juvenal Habyarimana) y el 18 de julio de 1994 (fecha en que las fuerzas rebeldes de Paul Kagame tomaron el poder), se estima que fueron ejecutadas más de 750.000 personas, a razón de más de 8.000 por día. Si bien las milicias interahamwe (“los que atacan unidos”) fueron los principales perpetradores del genocidio, se estima que más de cien mil personas participaron directa o indirectamente en los crímenes.

En el camino a Kigali, pienso en esa trayectoria de uno a otro extremo que ha descrito Ruanda en algo más de dos décadas. Del caos del genocidio y la expresión más miserable que puede albergar el corazón humano, a la sensación de equilibrio, orden y convivencia – a ratos tensa, pero convivencia al fin – que predominan aquí por estos días. Pienso en esa alquimia que ha conseguido darle la vuelta al país, y me pregunto cuáles serán los costos, qué han debido sacrificar los sobrevivientes para poder llegar aquí, y si es posible trascender desde este nuevo estadio a uno todavía más alto. No estoy sólo. Hay mucha gente, dentro y fuera de Ruanda, haciéndose esas mismas preguntas.

II

De cierta forma, Paul Kagame es el arquetipo del anti-héroe. Lleva unos lentes de cristales grandes, que le dan cierta apariencia de profesor de escuela. Mide algo más de un metro ochenta y es excepcionalmente flaco. Roméo Dallaire, jefe de la Misión de Naciones Unidas para la Asistencia de Ruanda (UNAMIR), escribe en sus memorias que Kagame “sobresalía en las reuniones desde la torre de vigilancia de su altura, con un aire estudioso y auto-controlado que no alcanzaba para disfrazar su mirada de halcón, a través de la cual proyectaba su completo dominio de la situación”.

Tuve la oportunidad de conversar con él en marzo del año pasado, tres semanas antes de mi viaje a Ruanda. En 2017 Kagame acudió por cuarta vez a la clase de Estrategia y Competitividad de Michael Porter y Laura Alfaro en Harvard Business School, donde se discute el caso de Ruanda. La sesión no tiene nada que ver con el genocidio en sí, sino con el asombroso proceso de crecimiento e innovación que ha tenido lugar en Ruanda en los veinticuatro años que han transcurrido desde entonces. En esa ocasión, aprovechamos para invitarlo a cruzar el río hasta la Escuela Kennedy de Gobierno, para conversar con él sobre los retos superados y los obstáculos que tiene por delante Ruanda en su camino al desarrollo.

La historia de Paul Kagame es bastante más interesante y controversial de lo que sugieren sus discursos, apenas con inflexiones en el tono de voz y siempre dentro de los confines infranqueables de un guion predeterminado. Sus padres venían de una familia tutsi relativamente acomodada que huyó de Ruanda durante una de las primeras oleadas de violencia genocida, en 1960. Kagame creció en un campo de refugiados en el suroeste de Uganda, en el distrito de Ankole.

En el campo de refugiados, ya desde pequeño, uno se empieza a hacer preguntas. ¿Quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué nos pasó esto? Mis padres me contaban historias, historias antiguas e historias recientes. Esas historias van conformando poco a poco la identidad nacional. Te das cuenta de que, aún en un campo de refugiados, sin documentos, sin estado, sin nada, tienes una historia, una cultura. Era un recordatorio constante. Para mí fue una fuerza motriz… Luego, más adelante, uno se empieza a preguntar qué se puede hacer… Empezamos a hablar entre amigos… nos empezamos a organizar…[1]

Para quienes ostentan una posición relativamente acomodada, verse obligado a abandonar su país en una edad intermedia es un proceso duro, que suele pulverizar todas las certezas y resquebrajar los cimientos que sostienen a individuos y familias. Quienes atraviesan por semejante trance con frecuencia se suelen alinear alrededor de dos narrativas muy distintas: víctimas y héroes. La familia de Paul Kagame no fue la excepción. Asteria, su madre, extrajo de sus reservas una fortaleza interna hasta entonces desconocida. Puso a un lado los recuerdos de su pasado privilegiado y la nostalgia por el paraíso perdido, y se abocó a trabajar la tierra, sudando codo a codo con los demás refugiados para mantener a sus familias bien alimentadas. Deogracias, familiar y otrora confidente del Rey Mutara III, dueño de vastas cantidades de ganado y parcelas de tierra en el norte de Ruanda, no fue tan resistente. El exilio se llevó consigo lo mejor de él, sumiéndolo en una profunda depresión que le traería una muerte prematura. Este suceso, ocurrido cuando Kagame apenas tenía quince años, acentuaría su desazón con el exilio.

No estaba solo. Las olas de violencia anti-tutsi ocurridas entre 1959 y 1964 habían resultado en oleadas sucesivas de desterrados. Muchos habían huido a países vecinos, tales como Uganda, Zaire, (desde 1997 rebautizada como República Democrática del Congo), Kenia, Burundi o Tanzania. Otros se habían abierto camino hacia Europa y América del Norte. La mayoría, y muy especialmente los jóvenes, jamás se hicieron a la idea del exilio perenne. Todo lo contrario. En el destierro, la sensación de extrañamiento se tradujo en un profundo compromiso y resolución, una convicción de que la historia les tenía reservada la tarea de recuperar la tierra que pocos recordaban, pero todos idealizaban.

La diáspora hizo una contribución enorme, específicamente de dos maneras. Durante los años de guerra, nuestra gente afuera proveyó los recursos financieros, el dinero que tanto necesitábamos para mantener la lucha. También hicieron mucho trabajo diplomático, explicándole a quien quisiera escucharlos en el mundo qué estábamos haciendo. Más adelante, muchos dejaron sus puestos de trabajo y regresaron a participar en el proceso de reconstrucción. Nos trajeron nuevas industrias, nuevas ideas, nuevas formas de hacer las cosas que habían aprendido en sus años en el exilio. No se puede dudar del enorme impacto que esto tuvo en la reconstrucción de Ruanda, porque el genocidio fue en buena parte una consecuencia de la cultura cerrada que prevalecía en el país, de mirarnos sólo a nosotros y creer que éramos el centro del mundo.

En esa misma época en que Kagame lidiaba guerras privadas consigo mismo, Fred Rwigyema, uno de sus mejores amigos de la infancia en Ankole, reapareció con una historia extraordinaria. Rwigyema había sido reclutado unos años atrás por efectivos de la guerrilla liderada por Yoweri Museveni, un rebelde ugandés resuelto a acabar con la bizarra tiranía de Idi Amin. Durante dos años había sido entrenado en una base secreta en Tanzania. Ahora los rebeldes, con el apoyo de un contingente de soldados de las fuerzas armadas de Tanzania, se preparaban para la invasión. El encuentro tuvo una profunda impresión en Kagame. Fred había abandonado el campo de refugiados pobre e indefenso, y había regresado como un soldado de élite ambicioso, dispuesto a cambiar el curso de la historia. Fue el primero de su generación en abrirse camino como soldado, una senda que a partir de entonces también transitarían Kagame y muchos otros.

La sabana y los bosques tropicales de Uganda fueron su hogar durante cinco años. Allí fue entrenado como guerrillero del Ejército Nacional de Liberación, bajo el liderazgo del propio Museveni. La filosofía del grupo dejaría una marca profunda en el propio Kagame, que luego se repetiría en el Frente Patriótico de Ruanda. La guerrilla debía prepararse para una guerra prolongada, en lugar de centrarse en tomar el poder a través de un golpe súbito. En ese contexto, la motivación del soldado, la convicción que deriva de la fe en una causa justa, es la piedra angular del compromiso sostenido. La naturaleza introspectiva y estratégica de Kagame lo llevó a destacarse en trabajos de reclutamiento e inteligencia. La violenta campaña en contra de los refugiados ruandeses iniciada en 1982 por Milton Obote, predecesor y sucesor de Idi Amin, le abriría la oportunidad de incorporar a la guerrilla a un número cada vez mayor de compatriotas. Así se fue creando una suerte de acuerdo tácito, impreciso pero firme, según el cual una vez que Museveni conquistara el poder en Uganda, una columna bien entrenada y alineada de guerrilleros ruandeses se escindiría para invadir su país. Para el momento en que el movimiento entró en Kampala, capital de Uganda, en enero de 1986, ya contaba con más de quince mil guerreros. No menos de quinientos eran ruandeses.

Desde finales de los setenta, la diáspora tutsi había empezado a organizarse alrededor de la Fundación para el Bienestar de los Refugiados de Ruanda. La institución, creada en 1979 con la intención de recolectar fondos para apoyar a los refugiados en el exilio, fue evolucionando en paralelo al progreso del brazo armado y eventualmente cambiaría su propósito y su nombre. A partir de 1981, pasó a llamarse Alianza para la Unidad Nacional de Rwanda (RANU), y su único propósito transmutó a unirse a la lucha que permitiera a los refugiados regresar a casa. Durante años, desde su creación hasta la conquista del poder en 1994, el financiamiento de la diáspora sería crucial para el desenvolvimiento de la operación militar.

Una vez conquistado el poder en Uganda, Rwigyema y Kagame fueron incorporados al primer gabinete de Museveni, como Jefe del Estado Mayor y Jefe de la Oficina de Inteligencia, respectivamente. Así, ambos tuvieron la oportunidad de construir y fortalecer el Frente Patriótico de Ruanda (FPR) en unas circunstancias excepcionales e irrepetibles: dentro de la estructura del ejército de otro país. Además de ellos dos, para 1990 también el Comandante de la Policía Militar, el Jefe de Servicios Médicos de Ejército, y varios comandantes de batallones, eran militantes del FPR. La importancia de los ruandeses dentro de la estructura de gobierno de Uganda generó muchos resentimientos y fue la fuente de múltiples reclamos y presiones a Museveni, incluyendo los que venían del propio presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana. En medio de las presiones internas, y las denuncias y rumores de que miembros del FPR habían ido sustrayendo equipos, vehículos de guerra y municiones del ejército de Uganda, Museveni bajó de rango a Rwigyema y Kagame. La movida no interrumpió el proceso de planificación y alistamiento para la invasión de Ruanda. Todo lo contrario. Por un lado, dio a los comandantes la oportunidad de dedicarle más tiempo a alistar los planes y batallones. Por el otro, el temor a dejar perder la oportunidad le imprimió al movimiento una urgencia que hasta entonces no tenía.

Ya en vísperas de la invasión, a comienzos de 1990, Kagame empezó a escuchar reportes según los cuales Museveni lo enviaría a un “entrenamiento militar prolongado” en Nigeria. Al mismo tiempo, Fred Rwigyema supo que sería enviado a un curso de especialización en Fort Leavenworth, Kansas. Otros oficiales ruandeses dentro del ejército de Ruanda también serían trasladados. Ambos se entrevistaron con Museveni, y luego de una conversación difícil, acordaron que Rwigyema sería dado de baja del ejército, pero permanecería en Uganda, y Kagame sería enviado a Kansas. Allí estaba el primero de octubre de ese año, cuando dos mil soldados y ochocientos civiles cruzaron la frontera e irrumpieron en la ciudad fronteriza de Kagitumba. Una semana después, Kagame recibió una llamada en Fort Leavenworth. Fred Rwigyema había caído durante la invasión. El ejército rebelde estaba en desbandada. Necesitaban con urgencia a alguien que se hiciera cargo de las operaciones. Unos días después, tras esquivar a los operativos policiales en los aeropuertos de Londres, Bruselas, Addis, Nairobi, y Entebbe, atravesó la frontera y entró en Ruanda.

Todo era desorden y confusión. Nada estaba en su lugar. Había muertos por todas partes, en apenas unos días nuestras fuerzas habían disminuido significativamente. Uno de los pocos comandantes que habían sobrevivido, que había quedado a cargo tras la muerte de Fred, se echó a llorar apenas me vio. "No queda nada, nada. Todos están muertos".

Su primera movida en esas circunstancias fue reagrupar fuerzas y llevárselas hacia las montañas de Virunga, al sur de Zaire (hoy República Democrática del Congo). La prioridad era rescatar las tropas y recursos restantes, y darles tiempo para descansar y planificar. La reubicación del RPF en la selva creó la falsa impresión de que el movimiento había desaparecido. Nada más lejos de la realidad. Quienes lo acompañaron en esa época destacan la capacidad de Paul Kagame para el trabajo y su enorme fuerza de voluntad. Vivía en las mismas condiciones que sus soldados, compartía todas sus tribulaciones y privaciones. Durante esos meses, tuvo la oportunidad de desplegar todos los conocimientos adquiridos en la guerrilla de Uganda, pero también le imprimió al movimiento sus propios rasgos muy personales: Disciplina para el entrenamiento y la ejecución militar, entrenamiento, foco y paciencia.

La madrugada del 22 de enero de 1991, setecientos guerrilleros tutsis bajaron de la selva y entraron en Ruhengeri, una de las ciudades más grandes al noroeste de Ruanda. Tomaron a las fuerzas del gobierno por sorpresa. A mediodía, ya la ciudad se encontraba bajo el control de los rebeldes. Habían pasado diez meses desde la masacre de la primera invasión y el regreso de Kagame de Fort Leavenworth, más de diez años desde que se uniera a la guerrilla de Yoweri Museveni, y treinta y dos desde que sus padres huyeran de Ruanda con él a cuestas. Tenía por delante aún tres años duros de guerra civil, que desembocarían en el genocidio, y seis meses más para conquistar el poder. En esa encrucijada de Ruhengeri, que marcaría un antes y un después en la historia de Ruanda, Paul Kagame contaba con apenas treinta y cuatro años.

La operación de Ruhengeri tenía tres propósitos. Primero, demostrarle al mundo y al gobierno de Ruanda que no sólo estábamos vivos, sino que además teníamos la capacidad de realizar operaciones militares y superar al ejército de Ruanda. Segundo, capturar un depósito de armas que el gobierno mantenía allí, porque para ese entonces realmente teníamos muy pocas provisiones. Y tercero, liberar algunos prisioneros políticos, y efectivos de RPF que estaban presos allí desde la invasión. La toma de Ruhengeri cambió por completo la dinámica.

Los rasgos de carácter que Paul Kagame adquirió y desarrolló durante sus años en la selva de Virunga y luego en la guerra civil, para bien y para mal, son también los que distinguen su gestión presidencial. La disciplina férrea, el orden y la planificación, la precisión en la ejecución de la estrategia. La perseverancia y la paciencia. Nada de golpes súbitos, improvisaciones, ni entusiasmos repentinos. Las alianzas con los enemigos de mis enemigos. Son rasgos distinguibles en el liderazgo que ha sido capaz de producir esa alquimia prodigiosa que ha transformado Ruanda en apenas un cuarto de siglo. Ese mismo rodillo también amasó otras cualidades que hacen difícil la transición de Ruanda hacia la democracia. La percepción del adversario como amenaza existencial – que tiene sus raíces en los múltiples episodios de violencia étnica y su corona de espinas en el genocidio de 1994 – también prevalece en el terreno político. En este contexto, el opositor político no pretende resolver de una forma distinta los problemas de todos, sino que busca hacerse con el poder para luego acabar conmigo. Hay que ser implacable no sólo con los opositores, sino también – y acaso con mayor premura – con los propios disidentes. La inteligencia permanente, el estar al tanto en todo momento de dónde están o podrían estar y qué andan tramando, dentro y fuera del país. Atajar cualquier amenaza temprano, golpear por sorpresa y de forma certera, estar siempre alerta. Siempre.

III

Hace algunos años hubiese sido una utopía hablar de turismo en Ruanda. Hoy en día es uno los destinos más seguros de África, y cuenta además con un moderno aeropuerto en Kigali que se ha ido posicionando como un hub aéreo para todo el continente. Aunque existe cierto turismo asociado al genocidio, las visitas a los museos, memoriales, iglesias, e inclusive los juicios de paz y reconciliación que se celebraron hasta hace algunos años, son apenas un complemento para la verdadera atracción: El Parque Nacional Vulcano. Allí, en las montañas de Virunga que sirvieron de refugio y cuartel a las tropas de Paul Kagame, viven más de mil doscientos gorilas salvajes. Muchas de las personas de mi generación llegamos a saber de la existencia de estos animales a través de la película Gorilas en la Niebla (1988). Sigourney Weaver interpreta a la conservacionista americana Diane Fossey, quien se tomó para sí la defensa de esta especie y libró durante años una obstinada batalla contra los cazadores furtivos de la zona, antes de morir asesinada en diciembre de 1985.

Cuando nosotros estábamos en la selva los veíamos poco. Avanzábamos en formación de columna, una única fila que atraviesa un único sendero. Esa alineación, más la densidad de la selva, restringía la visión de cada uno a no más de diez metros. Había tiroteos frecuentes, y probablemente eso los llevaba a ocultarse. Quizás ellos nos veían a nosotros, pero nosotros no los veíamos a ellos. Hoy en día es diferente. Los gorilas se han ido acostumbrando a la gente. Para mantener el equilibrio del hábitat hemos tenido que limitar el número de personas que pueden entrar a diario y poner reglas muy estrictas a los visitantes al parque. Aun así, se te van a acercar bastante, se te van a sentar al lado. Los gorilas no saben de reglas. [1]

Si hay algo que predomina hoy en día en Ruanda son las reglas. El día en que viajábamos rumbo a Virunga, la policía de tránsito nos detuvo poco antes del amanecer, apenas a diez kilómetros de Kigali. Traían consigo una libreta de multas y una pistola de velocidad que nos había retratado a noventa y cinco kilómetros por hora. El límite de la carretera era noventa. Hora y media después llegamos a Kinigi, una pequeña villa al pie de la montaña conectada por pequeños caminos de tierra oscura. Desde aquí sale un sendero de tierra hacia el noroeste que lleva a la cima del volcán Karisimbi. A medio camino, seis horas de ascenso bajo una lluvia pertinaz, está el campamento de Dianne Fossey y el cementerio en donde yace enterrada junto a decenas de gorilas.

Desde Kinigi, si se mira hacia el sur, se observa un enorme plató horizontal de niebla que se extiende más allá de la vista, el celaje interrumpido aquí y allá por los conos de cientos de cimas de montañas. La tierra de las mil colinas. Aquí congregan a los turistas que consignaron los 750 dólares por persona que cuesta el ingreso al parque, doce grupos (uno por cada tribu de gorilas) de ocho miembros. En una gran churuata con café, té y galletas al centro, se reúne a los visitantes una hora antes de la expedición para describirles con minuciosa precisión las instrucciones a seguir, los comportamientos permitidos y no permitidos. Cada grupo avanza en una suerte de columna, una fila que se abre camino por la selva a punta de machete, escoltado por cuatro militares armados y dos guardabosques.

La disciplina, el orden, la planificación, la precisión en la ejecución de la estrategia, todos rasgos que Paul Kagame adquirió y desarrolló durante sus largos años de guerrilla en la selva, se han trasladado a la administración pública. Circulan por ahí un sinnúmero de mitos y leyendas que ilustran la austeridad, foco y eficiencia del presidente. Entre las muchas de las que llegué a saber, me quedo con la única que fui capaz de confirmar. En 2004, luego de advertirle a los ministros en gabinete que no estaba de acuerdo con que sus despachos invirtieran en vehículos de lujo “de uso oficial”, organizó una redada policial en donde decomisó más de cien y los remató en una subasta privada.

Su lucha contra la corrupción ha dado sus frutos. En la última década, Transparencia Internacionalconsistentemente ha clasificado a Ruanda entre las cincuenta naciones menos corruptas del mundo. Junto con Botsuana, Ruanda es – de lejos – el país menos corrupto de África. Los indicadores de gobernanza del Banco Mundial, que resumen los reportes de trece organizaciones independientes, sitúan a Ruanda dentro del 20% de los países del mundo con mayores controles anti-corrupción. De acuerdo con Tony Blair, en ningún otro lugar la ayuda internacional se aprovecha de forma más eficiente y con mayor impacto sobre la pobreza que en Ruanda.

La corrupción es algo de lo que veníamos hablando desde que estábamos en la selva. Para mí está muy claro que la corrupción subyace a los males de África. En muchos lugares se ha convertido en una forma de vivir, por eso es tan difícil de cambiar. No es posible hacer una diferencia sin combatir la corrupción. Hay que buscar las cosas que generan impacto, de arriba hacia abajo. La corrupción no se puede corregir de abajo hacia arriba, tiene que ser de arriba hacia abajo.

Unos días después de regresar de Virunga, mientras descansaba en la orilla del Lago Kivu, se me ocurrió cruzar a pie la frontera que separa a Ruanda de la República Democrática del Congo. Allí, colindan dos ciudades de uno y otro, Gisenyi y Goma, respectivamente. La urbanización de ambas se confunde en un solo tejido urbano, apenas separadas por una alcabala que domina un enorme edificio de aduanas. Del lado del Congo, prevalecen las imágenes que pueblan el imaginario colectivo sobre muchos lugares en África y América Latina, un concierto caótico de cornetas, tráfico, polvo, niños descalzos corriendo detrás de un balón desinflado, y las playas del lago abarrotadas de gente, gritos, música y colores. Del lado de Ruanda, unos metros más allá, predomina el orden, grandes cadenas de hoteles intercaladas con playas públicas que funcionan bajo reglas muy estrictas, y resaltan las ofertas de servicios de motos de agua, balsas y paracaídas halados por lanchas, y demás deportes acuáticos. Es la misma gente, reunida dentro de un área geográfica relativamente pequeña, bajo dos sets de reglas diferentes. Los resultados no pueden ser más contrastantes.

A partir del genocidio, entre 1994 y 2016, la economía de Ruanda multiplicó su tamaño por once, creciendo en promedio 11,6% anual. En esos veintidós años, el ingreso por habitante pasó de 150 a 700 dólares. De acuerdo con el Banco Mundial, se espera que continúe creciendo entre 6% y 7% por los próximos cinco años.

Las diferencias entre la tasa de crecimiento anual de la economía del país y el per cápita son muy llamativas. En 1994, una mujer en Ruanda tenía en promedio seis hijos y medio. En esas condiciones es improbable alcanzar una mejora substancial y sostenida en las condiciones de vida. Desde 2007 el propio Kagame se ha puesto al frente del programa más ambicioso de control de la natalidad que se haya visto en África. Según sus directrices, todas las mujeres en edad de concebir que visitan los centros de asistencia médica reciben educación sobre métodos anticonceptivos. Se les ofrecen allí varias opciones distintas. En ese mismo rango de edades las escuelas empiezan a dictar educación sexual. El hecho de que Kagame haya sido el principal promotor del programa hace que sea virtualmente imposible oponérsele, incluyendo a la iglesia, demasiado comprometida por la evidencia de su participación en el genocidio como para intentar alguna reacción. Al cierre de 2016 Ruanda registró por primera vez en su historia una tasa de fertilidad promedio inferior a cuatro nacidos vivos por mujer. Aun así, al ritmo de fertilidad de estos últimos años, la población de este pequeño y denso país – no supera la superficie del estado Apure en Venezuela – podría alcanzar los 20 millones en 2030.

La esperanza de vida en Ruanda ha pasado de 28 años en 1994 a 67 años en 2016. Aún si se le compara con el promedio del país en los años previos al genocidio (35 años) la magnitud del salto es colosal. Los partos atendidos por médicos profesionales pasaron de promediar 26% en la década de los noventa a 91% en 2016. Aunque las estadísticas nacionales son más optimistas, según Naciones Unidas la pobreza ha disminuido de 51% a 39% en ese mismo período.

La mortalidad infantil se ha reducido 74%, pasando de 151 por cada 100.000 nacidos en 1994 a apenas 39 el año pasado. Eso equivale a salvar la vida de más de 590.000 niños en veintiséis años. Hoy en día 97% de los menores de edad en Ruanda han recibido un paquete de vacunación que los inmuniza contra diez enfermedades comunes en la región, incluyendo malaria, tuberculosis, sarampión, y las tres afecciones más graves y frecuentes asociadas a neumococos: neumonía, meningitis, y sepsis.

La economía se ha beneficiado también del remordimiento de la comunidad internacional por el genocidio. Desde 1994, Ruanda ha recibido ingentes cantidades de ayuda humanitaria, que todavía representan una fracción significativa de su balanza de pagos. Estados Unidos e Inglaterra se encuentran entre los principales donantes internacionales, acicateados por el lobby de sus principales sponsors, Bill Clinton y Tony Blair. En el año 2000, cuando el producto interno bruto era apenas de 1.730 millones de dólares, Ruanda recibió 321 millones (19% del tamaño de la economía) de asistencia internacional. Para 2016, cuando la economía ya alcanzaba los 8.830 millones de dólares, la ayuda externa totalizó 1.081 (13%). Aunque el país ha sido capaz de atraer cada más inversión, para el cierre del 2016 el total de inversión extranjera directa era equivalente a 50% de la ayuda externa.

Dentro del conjunto de inversionistas internacionales no podían faltar, como no faltan hoy en día en ningún país en desarrollo, los chinos.

Los chinos han venido a llenar el vacío que han dejado los bancos de desarrollo del mundo en África. Ellos están dispuestos a hacer cosas que otros no están dispuestos a hacer. También están en Ruanda, pero no como en otras partes. Aquí están bajo mis propios términos. Nosotros no aceptamos que traigan trabajadores chinos a hacer algo que los nuestros son capaces de hacer.

El problema es, precisamente, que todo en Ruanda ocurre en los términos de Paul Kagame. Con el paso de los años, en paralelo al aumento de su eficiencia para manejar la economía y la mejora substancial en las condiciones de vida, también se ha acentuado la represión política. No existen medios independientes en Ruanda, o existen hasta que deciden criticar al presidente. Según Reporteros sin Fronteras, en las últimas dos décadas ocho periodistas han sido asesinados o desaparecido, once han sido sentenciados a largas condenas en prisión, y otros treinta y tres han sido forzados a abandonar el país.

Las elecciones también se celebran en sus propios términos. En los tres procesos electorales de 2003, 2010, y 2017, obtuvo nada menos que 95%93% y 99% de los votos. Al igual que ocurre en muchos otros regímenes autoritarios, Kagame escoge cuidadosamente a sus oponentes. En 2017 Diane Rwigara, empresaria y activista de derechos humanos, fue inhabilitada para participar en las elecciones y enviada a prisión bajo cargos de “insurrección” y “falsificación de firmas”. Desde entonces, de acuerdo con su declaración ante la corte, ha permanecido con su madre en confinamiento solitario, sin comida suficiente, esposadas día y noche.

Para este último proceso electoral, en agosto del año pasado, fue necesario un cambio en la constitución – aprobado en referéndum por 95% de los votantes – que no sólo le permitió a Kagame ser electo presidente una tercera vez, sino además prevé su posible permanencia en el poder hasta 2034. Como él mismo ha reconocido, las elecciones son un formalismo. Amparado en la prohibición de organizaciones que promuevan la ideología del genocidio, el gobierno ha perseguido a sus eventuales rivales y tomado previsiones que hacen imposible la formación de una oposición que represente una verdadera alternativa de poder.

Kagame mantiene una estructura de inteligencia similar a la que mantenía en Uganda, cuando era un oficial de inteligencia del recién inaugurado régimen de Yoweri Museveni. Ese aparato extiende sus tentáculos mucho más allá de las fronteras de Ruanda. Para muchos, esa policía de inteligencia está detrás de varias de las desapariciones y asesinatos registrados en los últimos años, incluyendo el del coronel Patrick Karegeya. El antiguo Jefe de Inteligencia de Kagame había huido a Suráfrica en 2008, tras haber caído en desgracia con el presidente. En diciembre de 2013 apareció ahorcado en la habitación de un hotel boutique en Johannesburgo. Unos días después en Kigali, Kagame declaró no tener nada que ver con el asesinato de Karageya, pero agregó: “No puedes traicionar a tu país, y salirte con la tuya. Hay consecuencias para los traidores. A todo el que traicione a Ruanda le llegará su hora”. Al llegar a ese punto en el video el presidente hace una breve pausa. Levanta la cabeza y luego – más lentamente – la mano con el dedo índice extendido, interrumpe el discurso en kiñaruanda y con un tono de voz que hiela la sangre pronuncia suavemente en inglés: “It’s a matter of time”.

Sobre Kagame pesa también la posibilidad de ser juzgado por crímenes contra la humanidad en la Corte Penal Internacional. En 1996, dos años después de tomar el poder, inició una gira internacional para advertir que los genocidas de Ruanda se estaban organizando bajo la protección de los campos de refugiados en los países vecinos, en particular en el Congo. Entre otras cosas la Radio de las Mil Colinas, emisora instrumental en la coordinación y ejecución del genocidio, se había reinstalado en los campos de refugiados y reiniciado transmisiones.

Durante esos primeros años sabíamos que los genocidas planificaban el regreso a Ruanda, amparados y alimentados por la comunidad internacional en los campos de refugiados. Teníamos infiltrados allí. Según sus reportes, en esos “campos de refugiados” había radios, tanques, ametralladoras, baterías antiaéreas. Se lo dije al Departamento de Estado, también a las Naciones Unidas. Mi lenguaje fue muy claro, sin ninguna ambigüedad: Si la comunidad internacional no es capaz de encargarse de solucionar esto, nosotros nos vamos a encargar.

Y se encargó. Tras regresar de Washington con las manos vacías, Kagame empezó a planificar, realizando alianzas con grupos rebeldes en Zaire (hoy República Democrática del Congo) para lanzar una invasión. Las fuerzas armadas de Ruanda apoyarían de forma cubierta una rebelión para tumbar a Mobutu Sese Seko, e instalarían al líder rebelde Laurent Kabila en el poder. En el proceso, arrasarían con los campos de refugiados, y forzarían a los hutus y tutsis que se encontraban allí – y sobrevivieron a la operación – a regresar a su lugar de origen. En medio de la retirada, las milicias genocidas utilizaron escudos humanos, pero eso no detuvo a las fuerzas de Ruanda. De acuerdo con Human Rights Watch, “miles de refugiados, la mayoría jóvenes, enfermos, o débiles por alguna u otra razón fueron perseguidos y asesinados… Miles de refugiados civiles fueron rodeados y aislados del ayuda humanitaria, lo que condujo a miles de muertes por inanición, deshidratación o enfermedades”. Al finalizar la operación, más de medio millón de sobrevivientes ruandeses fueron forzados a emprender el camino de vuelta a casa con sus escasas posesiones a cuestas. Algunas semanas después, Tanzania anunció que cerraría sus campos de refugiados y coordinó con Kagame una operación similar. Durante la invasión, el gobierno de Ruanda se mantuvo fiel a la versión oficial. En Julio de 1997 Paul Kagame reconoció por primera vez su responsabilidad en la planificación, ejecución y liderazgo de la operación de invasión a los campos de refugiados.

Una semana en Ruanda me deja con un talego de sentimientos encontrados. Rara vez las cosas suelen tener un único matiz, pero aquí los contrastes entre la leyenda blanca y la negra de Paul Kagame llegan a límites difíciles de conciliar. A nivel internacional, ha resultado más cómodo para los observadores de Ruanda conformarse con los hechos que son consistentes con una visión lineal e inequívoca de lo que sucede aquí. Así, se ha producido una polarización que hace difícil la comprensión de lo que ha ocurrido en Ruanda en toda su extensión.

Entre quienes lo adversan, Kagame es apenas otro de tantos dictadores africanos, asiáticos o latinoamericanos, cuyo único fin es perpetuarse en el poder a costa de la miseria ajena, y todo el progreso del país es un espejismo, una leyenda creada a través de estadísticas manipuladas y distribuidas a través de la propaganda oficial. Quienes lo apoyan desestiman los múltiples reportes de violaciones a los derechos humanos y la ausencia de libertades políticas, atribuyéndolas a ataques infundados de países u organizaciones que contribuyeron activamente a proteger a los genocidas de Ruanda, o se mantuvieron incólumes mientras sucedía la carnicería que acabó con la vida de 750.000 personas en algo más de noventa días. La verdad se encuentra en algún lugar que es imposible visualizar desde el promontorio de los extremos.

Para mí, los derechos humanos abarcan muchas cosas. Tener gente en la pobreza más absoluta o muriéndose de hambre, como consecuencias de la colonización o de alguna otra situación, es también una violación a los derechos humanos. No se puede hablar de resolver los temas de derechos humanos, sin resolver el hambre y la pobreza. Pero la gente de Occidente no quiere oír hablar de esto, evitan cualquier discusión, están demasiado agobiados con el peso que una discusión aquí pondría sobre sus hombros.

Ruanda es uno de esos países que han despertado una enorme simpatía a nivel mundial y al que todo el mundo quiere que le vaya bien. Tras su prodigiosa recuperación económica y el restablecimiento del tejido sobre el cual se asienta la convivencia, muchos quisiéramos verlo trascender hacia una democracia funcional que no dependa de la omnipresencia de Paul Kagame.

El problema está en que, si bien Ruanda hoy es un producto de Paul Kagame, también es verdad que Paul Kagame es un producto de Ruanda. En medio de situaciones de caos y sufrimiento extremo las sociedades suelen buscar una figura autoritaria e investirla con poderes especiales a fin de que reestablezca el orden y ponga fin al dolor.

¿Qué nos depara el futuro? ¿Qué vamos a hacer? ¿Somos prisioneros de nuestro pasado, y ya está, nos quedamos así? Ya no podemos devolver el reloj, desgraciadamente. No podemos deshacer el dolor y el daño que nos han hecho. Pero sí tenemos el poder de determinar nuestro futuro y de asegurarnos que nada parecido a lo que nos ha ocurrido vuelva a suceder.

La democracia suele naufragar en los mares de la polarización. Cuando no se percibe al adversario político como alguien respetable que tiene prioridades políticas distintas o busca resolver los problemas de todos con otros remedios, sino como un enemigo que busca hacerse del poder para perseguirte y aniquilarte, no tiene sentido que quien controla el poder haga concesiones que lleven eventualmente a su desaparición política. Según Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, eso es precisamente lo que ha destruido a muchas de las democracias de Europa del Este y América Latina, y amenaza hoy en día la democracia de los Estados Unidos. La polarización creciente trae consigo una espiral de amenazas sucesivas que a su vez llevan a un nivel todavía mayor de radicalización, que conduce a una calle ciega de la cual es muy difícil salir. Una vez allí, la pérdida del poder equivale a la muerte. A veces a la muerte política, a veces a la muerte en el sentido literal. Paul Kagame no fue quien llevó a Ruanda a ese callejón sin salida, sino más bien es el producto de una heredad que hizo posible el surgimiento de su figura dentro de ese callejón. ¿En qué momento perder el poder deja de ser equivalente a la propia aniquilación? La respuesta no es fácil.

Cuando pregunté a los ruandeses de uno y otro lugar, desde los confines de Virunga, Gisenyi y Ruhengeri, hasta las planicies de Ntarama y Nyamata, si ellos creen que es posible que ocurra otro genocidio, la mayoría respondió, en silencio, con el mentón apuntando al suelo, los arcos de las cejas arriba y el tono de voz bajo que prevalece aquí y es apenas un susurro, de forma afirmativa. ¿Cuándo la amenaza del genocidio es un peligro real, del que es necesario protegerse a través de la represión de expresiones políticas distintas, y cuándo pasa a ser una excusa para perpetuarse en el poder?

Una vez que las democracias empiezan a transitar esa ruta, sólo una alianza entre los moderados de lado y lado puede permitir imponerse a los extremos, suspender el espiral polarizador, y rescatar las instituciones. Por eso los moderados suelen ser vistos como una amenaza por los extremistas de su propio bando, inclusive con un nivel de sospecha y alerta mayor al de los propios adversarios.

En mi último día en Kigali Jean-Claude – chofer y compañero de viaje – me vino a buscar un par de horas antes de lo necesario. “Quiero mostrarte algo”. Primero, fuimos a la antigua residencia de la Primer Ministro Agathe Uwilingiyima. Es una quinta amarilla con un amplio jardín al frente, cerca del Hotel Mil Colinas. Está resguardada por un alto muro que sólo interrumpe un portón eléctrico. La casa está cerrada y tiene unos guardias que custodian el flanco que comparte con la residencia del embajador de los Estados Unidos en Kigali. Todavía se distinguen los orificios de bala en las paredes, restos de la breve resistencia que opusieron sus escoltas cuando llegaron a buscarla las milicias. Sólo le dio tiempo de empujar a sus hijos pequeños a casa de los vecinos, antes de morir acribillada. Luego, ya cerca del aeropuerto, fuimos al antiguo palacio de gobierno del presidente Juvenal Habyarimana. Tras una breve conversación con la guardia que custodia el lugar y un par de llamadas telefónicas, nos abrieron la garita. Un enorme jardín perfectamente cuidado rodea la quinta de una sola planta. En el patio de atrás, que colinda con una sección de la pista de aterrizaje, todavía es posible ver restos del avión siniestrado en el que viajaba de vuelta a Ruanda tras una ronda de negociaciones con el presidente de Burundi. Ambos murieron la mañana del 7 de abril de 1994, el día en que se inauguraron esos noventa días de horror de los que Ruanda hoy todavía es presa y de los que busca huir en forma desesperada. Aquí, en estas dos residencias que hoy no alojan sino fantasmas, cayeron los últimos moderados de Ruanda. Con ellos, se cerró la posibilidad de una salida negociada que permitiera evitar la catástrofe. Los gorilas, independientemente de la tribu, no saben de reglas.

Miguel Ángel Santos

Gracias a Francis Gatare por todas sus atenciones y contactos en Kigali, y por las muchas horas que le ha dedicado en el transcurso de nuestra amistad a ayudarme a entender lo que ha sucedido en Ruanda.

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[1] Todas las cursivas que aparecen en esta serie de tres ensayos corresponden a declaraciones verificadas del Presidente Paul Kagame, en esencia de cuatro fuentes primarias: 1) Mis notas de dos reuniones que sostuve con el Presidente en Cambridge, el 9 y 10 de Marzo de 2017; sus intervenciones el 10 de Marzo de 2017 en 2) la Escuela de Negocios de Harvard, y 3) la Escuela Kennedy de Gobierno de Harvard; y 4) Las transcripciones de las entrevistas que diera el Presidente a Stephen Kinzer a lo largo de seis meses en 2006, recogidas textualmente en el libro: A thousand hills: Rwanda’s rebirth and the man who dreamed it.

Disponible en: Prodavinci.com

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