La semana pasada se ha presentado en Madrid el libro Detrás de la Pobreza (UCAB, 2004). Siendo la primera vez que asisto a la presentación fuera de Venezuela, he vuelto a repasar algunos aspectos y a entender mejor, como suele suceder estando lejos, algunas de las discusiones que ha suscitado entre los asistentes (una mezcla de venezolanos, latinoamericanos, y españoles interesados en la cuestión venezolana, que no son pocos).
El objetivo principal es desmitificar el papel de la cultura en la actitud de los ciudadanos hacia el desarrollo. Por sí solo, esto justificaría este trabajo de siete años, sobretodo en un país que vive tachándose a sí mismo de flojo, de vivir para recibir limosnas (del gobierno), de no tener cultura productiva, en fin, de cualquier hipótesis simple, paralizante siempre, que venga a la mano para explicar nuestro propio fracaso. En pos de ese objetivo, se estudia la actitud de un conjunto de 14.000 familias venezolanas hacia el hecho productivo, procurando determinar su grado de preparación para la modernidad. La modernidad, eso sí, concebida en tres indicadores muy sencillos. Primero: ¿En qué grado se cree que lo que a uno le sucede tiene que ver con lo que uno hace? Segundo: ¿En qué medida soy capaz de confiar en aquél que es diferente a mí, que se encuentra fuera de ese círculo de confianza que se define alrededor de la familia, amigos, etc.? Tercero, ¿En qué grado soy capaz de comportarme con el exterior del círculo que me rodea, de una forma distinta a como me comporto con quienes me son más próximos? Este último requiere entender que quienes trabajan conmigo no son mis hijos o mis panas de toda la vida, y en función de eso, ¿qué tanto puedo entender que las reglas que aplican en esos ámbitos son distintas a las que aplican “en mi casa”?
Entre los resultados que más llaman la atención de este estudio está el hecho de que si bien 80% de los pobres venezolanos presentan actitudes que, vistas en conjunto, no son modernas, esa cifra alcanza 50% entre los más adinerados. Este hecho ha suscitado entre los asistentes la observación evidente de que, si bien eso es sorprendente, más sorprendente aún es que el negativo de esos tres rasgos, el elixir de la no-modernidad, sea la conducta de las propias clases gobernantes venezolanas. Incapaces de entender el destino del país como una cosa distinta a la evolución del Brent y del West Texas Intermediate, incapaces de confiar en quien es diferente, e incapaces de comportarse en su ámbito de trabajo de una forma distinta a como se comportarían con sus familiares y amigos más cercanos, no hay nadie menos preparado para la modernidad, o digamos, más listo para saltar hacia el anti-modernismo, que nuestros propios gobiernos.
De este primer nivel de discusión se desprende de forma natural el debate sobre si las clases que gobiernan un país son espejo, o si por el contrario, sirven de modelo de conducta a quienes representan. Es evidente que si bien el primero resulta un aspecto positivo del hecho electoral, el segundo es un aspecto normativo: Quien gobierna es espejo de quien lo elige, pero debe saber ser a la vez modelo. Esto ya fue resaltado por Oscar Arias en su visita del año pasado a Venezuela: Liderazgo no es complacer, es por encima de cualquier otra cosa persuadir, convencer, hacer entender.
De aquí se deriva una discusión adicional, que quedará de tarea: Si es evidente que la transformación y los modelos que Venezuela requiere para acceder a la modernidad y al desarrollo (hecho este sobre cuya conveniencia sí coincide la inmensa mayoría de las familias estudiadas) no van a venir de la clase política dirigente, ni de los pobres, ni de la mitad de los “ricos”, ¿de dónde puede venir?
Miguel Ángel Santos