Suráfrica: La experiencia de Nelson Mandela y el apartheid ¿Qué tan relevante es para nosotros?

Suráfrica: La experiencia de Nelson Mandela y el apartheid ¿Qué tan relevante es para nosotros?

El Universal

La historia siempre ocurre en otros tiempos, a otras gentes, y dentro de otros contextos. Por esa razón transpolar y transplantar las lecciones de ayer y de allende resulta no sólo inconveniente sino que además podría ser muy peligroso. Uno tiene la impresión de que mientras más atrás y más lejos haya ocurrido, menos probabilidad tiene de ser adaptado a lo nuestro. Y sin embargo, ¿Cuál es el propósito del estudio de la historia si no es el de aprovechar la experiencia ajena para comprender mejor nuestra circunstancia actual y tomar mejores decisiones?

Creo que tener presente ambas dimensiones (la importancia de la historia como herramienta de aprendizaje y los peligros de trasladar la experiencia) es esencial cuando se trata de aproximarse a la experiencia de Sudáfrica: Nelson Mandela, el apartheid y la reconciliación. Hago especial énfasis aquí pues el estreno reciente de la película Invictus ha provocado cierta inspiración pero también cierta determinación ingenua. Esta de más decir que la historia de esa región tiene muy poco que ver con la nuestra. A pesar de haber sido poblada hace miles de años por tribus de origen Bantú que provenían del delta del río Níger y de África Occidental, su historia política no comienza sino hasta el año 1647, cuando un barco mercante holandés encalló cerca de Ciudad del Cabo y sus tripulantes se vieron obligados a permanecer allí algún tiempo esperando rescate. A partir de allí, la presencia holandesa fue una constante, afianzada en 1652 por la llegada de la Dutch Indian Company. Ese período de ocupación y asentamiento sólo sería interrumpido a partir de 1814, cuando la fuerza de Holanda como potencia mercantil fue sustituida por la de Gran Bretaña. La historia política de la región fue hasta finales de siglo XX la de un feudo entre colonos blancos, holandeses (Afrikaans) y británicos, con escasa referencia a la población negra. De allí las dos guerras Anglo-Boer de 1880 y 1899, ganadas por holandeses y británicos respectivamente, y el tratado de 1902 que reconoce la soberanía de estos últimos sobre los territorios que hoy en día ocupan Sudáfrica, Lesotho, Botswana, Zimbabwe y Swaziland. Los Afrikaans no volverían al poder sino hasta 1924, cuando una coalición liderada por Barry Hertzog se alzó en las elecciones parlamentarias (sólo votaban los blancos, que representaban apenas 20% de la población). La vuelta de los Afrikaans al poder se basó precisamente en su postura racista: Por primera vez el tema de la amenaza negra (swart gevaar) tomó importancia electoral.

De allí surgieron las primeras leyes que formalizaron el apartheid (ya para entonces una realidad social): la Ley de Servicios Separados (prohibía a los negros entrar a las mejores playas y parques y viajar en compartimientos de tren reservados a los blancos), la Ley de Áreas de Grupo (prohibía a los negros y blancos vivir en las mismas zonas, obligando a la separación física de distritos blancos y negros), la Ley de Inscripción de la Población (dividía la población en cuatro grupos, en orden de privilegios: blancos, mestizos, indios y negros) y la Ley de Inmoralidad (ilegalizó no sólo el matrimonio sino también el sexo entre grupos). La tierra fue dividida de forma tal que al 80% de la población negra le fue asignado el 14% del territorio.

Las primeras organizaciones “políticas” de negros apenas surgen en 1923, cuando un grupo de líderes encabezados por un graduado en leyes de la Universidad de Columbia, Pixley ka Isaka Seme, organizaron a los líderes de varias tribus en lo que se conoció de allí en adelante como el Congreso Nacional Africano (ANC). Esa fue la organización precursora de la que más tarde formaría parte Nelson Mandela, Walter Sisulu, Cyril Ramaphosa, Thabo Mbeki y demás líderes de la resistencia negra.

Resulta evidente que esta historia de segregación racial tiene poco que ver con la nuestra. Si alguna similitud se puede hacer no está tanto en los orígenes como en los resultados, y tiene que ver más con el apartheid económico de facto que ha surgido en Venezuela, acentuada a raíz del descubrimiento petrolero. Las proporciones bien podrían ser similares, la distribución de la riqueza en poder de las clases ABC+ (que hoy no alcanzan 10% de la población) se asemeja a la de la tierra que a sí mismos se asignaron los Afrikaans. Por esa razón, resulta irónico y en alguna medida risible la identificación de algunos de los miembros de ese grupo predominante con la gesta de Nelson Mandela y el ANC. Pero no del todo.

Para citar sólo un ejemplo: Uno de los aspectos claves del apartheid consistió en el plan de estudios diseñado por el Departamento de Asuntos Nativos en 1953 para regir “la naturaleza y las necesidades de las personas negras”. El plan preveía que los negros recibieran una educación que les impidiera ascender a puestos “por encima de los que les correspondían”, reservando así los puestos de trabajo más importantes para los blancos. Este es un elemento que se ha preservado en Venezuela, y sobre el cual el gobierno ha mostrado muy poca disposición a actuar. No en vano hasta hace dos años el oficialismo sólo había podido ganar 3 de las 119 elecciones libres sostenidas en nuestras universidades tradicionales. Elementos prácticos como éste, que coinciden entre el apartheid más formal de los Afrikaans y el que prevalece en nuestro país, existen también en las áreas de salud, vivienda y propiedad, y son las únicas bases políticas a través de las cuales la experiencia de liberación y reconciliación africana podría ser relevante a nuestro caso.

La otra fuente evidente se encuentra en la propia actitud de Nelson Mandela. A pesar de representar a más del 85% de la población y de tener garantizada la victoria electoral, Mandela siempre reconoció la necesidad de incorporar a las minorías blancas dentro de su proyecto político. Ese reconocimiento distaba mucho de ser una condición romántica: los blancos ostentaban el poder militar y el poder económico en Sudáfrica. Por esa razón Mandela estuvo dispuesto a hacer enormes concesiones, algunas de las cuales nos podrían servir de ejemplo en los tiempos por venir. El acuerdo de transición contemplaba, entre otras cosas, que tras las elecciones libres se formaría un gobierno de coalición: el presidente pertenecería al partido mayoritario pero el gabinete estaría conformado según la proporción de votos de cada partido. También se ofrecieron garantías de estabilidad laboral a los funcionarios blancos, incluidos los militares, y así como también a los granjeros blancos de que sus tierras no serían expropiadas. Mandela también se comprometió a no hacer juicios a-la Nuremberg, y en su lugar instauró los Comités de la Verdad y la Reconciliación. Allí, las familias agraviadas eran confrontadas en franco diálogo con sus verdugos, tras lo cual se ejercía una suerte de perdón formal. Este proceso, cuyos testimonios televisados resultaron profundamente dolorosos, formó parte esencial del proceso de reconciliación surafricana. Mandela también propuso que Sudáfrica contara con dos himnos oficiales, que serían interpretados en todas las ceremonias oficiales: Die Stem (el himno Afrikaans que prevalecía hasta entonces) y el Nkosi Sikelele (el himno de los negros en la resistencia).

Mandela consiguió aplacar los temores de los Afrikaans acerca de un posible gobierno comunista. Aquí también el viejo zorro mostró sus instintos, dando un ejemplo que también se podría replicar en alguna medida. Hace un par de años tuve la oportunidad de visitar Freedom Square, en el barrio de Soweto, bastión de la resistencia negra. Allí, en una pequeña pirámide en el centro, arde la llama que ilumina el Freedom Charter, los diez mandamientos que regirían el gobierno de Mandela, su compromiso con su pueblo. El gobierno del pueblo, la repartición igualitaria de la riqueza, la redistribución de la tierra, la garantía de vivienda y trabajo (esta última se encuentra al carbón en la Constitución de Venezuela de 1999). Todo con un tono comunistoide. “Tranquilo, ¡en la práctica no es así!”, aclaró Walter, nuestro guía local. “El gobierno más bien ha promovido esquemas para permitir que la gente se ayude a sí misma, y resuelva sus propios problemas. Ahora existe un programa a través del cual el gobierno te presta para que desarrolles tu propia empresa y te ofrece un programa de educación empresarial básico; cuando firmas el crédito te comprometes a no recurrir a la beneficencia social por un número de años. El mensaje del gobierno es muy claro: Quiere ayudar a que la gente resuelva sus propios problemas, y evitar que recurra al gobierno exigiéndole soluciones a sus problemas”. Otra de las cosas que, salvando las distancias, se podrían replicar.

Esa es la Sudáfrica de hoy. “Yo recuerdo cuando era niño y paseaba con mi abuela por la calle, si íbamos por la acera y veíamos venir a lo lejos a un blanco, debíamos cruzar de inmediato la calle y bajar la cabeza… Me acuerdo que siempre me insistía en que no los viera a los ojos directamente”. Esa historia, contada por Walter en la nave de la iglesia Regina Mundi, en el corazón de Soweto, mientras observábamos los orificios de bala dejados por la represión Afrikaans, viene acompañada por una sonrisa sincera, de orgullo y de reivindicación, sí, pero sin odio. De eso se trata. Se dice y se observa, mucho más fácil de lo que se hace y se replica. Allí está el reto.

Miguel Angel Santos

Para la Edición Aniversaria (101) de El Universal

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *