Un carnet para sembrar vientos

Un carnet para sembrar vientos

El Universal

Un taxista en Cape Town: “¿El Mundial de Rugby? No, la verdad no se nada de eso… Mire, aquí los negros son fanáticos del fútbol y los blancos del rugby”. Un guía turístico en Kwazulu-Natal: “Aquí hay un problema con los zulus, los jefes de tribu tienen carácter hereditario y quieren mantener competencias que no son compatibles con la democracia… Por suerte ya nosotros no tenemos nada que ver con eso, ahora tienen un gobierno de negros, que se entiendan entre ellos”. Y así sucesivamente. Lo que a uno le produce ese sacudón, aquí surge de manera espontánea en cualquier conversación. Diecisiete años después del fin del apartheid, las categorizaciones raciales siguen a flor de piel.

El país entero luce a ratos obsesionado con el tema, y el gobierno no es una excepción. Aquí el desempleo es de 25%, 4% entre la población blanca, 7% entre los ni-ni (ni blancos ni negros, en su gran mayoría de origen hindú), y 35% entre la población negra. El gobierno ha lanzado un programa para incorporar a la economía a la población negra que sigue marginada, el Black Economic Empowerment (BEE), orientado a promover tanto la formación educativa como la igualdad de oportunidades de empleo (affirmative action). Se ha conformado además el Grupo de Trabajo Presidencial para los Negocios de Negros (no sé si esta sea una traducción adecuada para presidential black business working group) que emite reportes periódicos acerca de los progresos del BEE.

Esta última conduce investigaciones de campo a nivel de propietarios de negocios para sustentar el reporte presidencial. Hace unos días, mera coincidencia, conseguí al dueño de una pequeña posada en las afueras de Durban llenando uno de esos formularios. Al comienzo se le exige a quien lo llena que identifique su categoría racial entre blanco, colorado, asiático, africano (sic) u otra (un verdadero reto para el dueño, un tipo más blanco que negro sin ser blanco, con evidente acento hindú y los ojos algo achinados). De igual forma debe proceder con sus empleados, identificando por grupo racial cuántos han sido nuevos contratados, cuántos han sido promovidos, y cuántos han sido despedidos.

Llama la atención que todo este programa, así como el lenguaje de las discusiones en los órganos legislativos, se encuentra basado en un sistema que ya no existe, en un sistema cuya abolición constituyó un hito en la lucha por la erradicación del racismo alrededor del mundo.

Al principio uno siente cierta inclinación a respirar con alivio, como venezolano, porque entre nosotros no predominan diferencias raciales tan acentuadas. Esa sensación no aguanta un solo análisis lógico. En Rwanda, el genocidio que causó la muerte a más de 800.000 personas ocurrió entre dos grupos de la misma raza (Banyarwada), diferenciados simplemente entre poseedores de ganado (tutsis) y campesinos (hutus). Y si eran de la misma raza, ¿cómo se las arreglaron para identificarse? Con la cédula de identidad, que según una práctica introducida por los colonos belgas hace más de cincuenta años, clasificaba al portador en estas dos categorías. No hace falta una marcada diferencia racial, sólo un buen atizador que capitalice cierto resentimiento previo, y, eso sí, un carnet.

Miguel Ángel Santos

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